“Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría” (Col. 3, 3-5).
Enterrar a los muertos es la última de las obras de misericordia corporales. Tal vez nos parezca la más simple, la más material, la más inevitable en relación a nuestros familiares fallecidos. Y sin embargo, hay en ella un profundo acto de fe. Enterrar a los muertos no es solo cubrir con tierra un cuerpo inerte, sino confiarlo, con respeto y esperanza, a la tierra de donde fue formado, a la espera del día en que, como dice el Apóstol en la lectura de hoy, “también vosotros apareceréis gloriosos juntamente con Él”. El cuerpo, que fue templo del Espíritu, no se desecha: se vela, se honra, se entrega al silencio. Y ese gesto humilde y piadoso se convierte en signo de resurrección.
San Pablo nos recuerda que hay otra sepultura necesaria: la del hombre viejo. “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros”. Para vivir con Cristo, es preciso morir a lo que en nosotros no puede heredar el Reino. Nuestra vida está ya escondida en Dios, como una semilla en la tierra. Pero si no enterramos la codicia, la avaricia, la impureza, jamás brotará la flor de la gloria. También el alma necesita pasar por la sepultura del egoísmo para resucitar al amor.
Enterrar a los muertos es un acto que une caridad y fe, memoria y esperanza. Decía Quevedo en su famoso soneto: “su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. El cuerpo, aunque sea reducido a polvo, conserva algo del amor que lo habitó. El alma, “a quien todo un Dios prisión ha sido”, no se pierde, no se olvida. Cuando cuidamos de los cuerpos muertos, cuando los velamos, cuando entre lágrimas los encomendamos a la misericordia divina, lo hacemos porque creemos que no todo termina con la muerte. Ese “polvo enamorado” espera la resurrección de la carne.
Señor Jesús, Tú que fuiste sepultado y resucitaste glorioso, enséñame a mirar la muerte con fe, a acompañar a quienes sufren una pérdida, y a enterrar a mis muertos con la esperanza puesta en ti. Que también yo sepa morir a lo que no da vida, para resucitar contigo a aquella otra Vida que no termina. Así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario