Hoy, 4 de agosto, la Iglesia celebra la memoria de san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars. Fue un hombre sencillo, pobre, muy humilde, de poca formación pero de corazón grande y, sobre todo, entero para Dios. Pasó su vida entre el confesionario, el púlpito y el altar, con largas horas de oración, con mucha penitencia, y una caridad inagotable hacia los pecadores. Su vida fue una ofrenda silenciosa, sin protagonismos, pero de una fecundidad extraordinaria.
Entre las oraciones que se conservan de él, destaca este acto de amor a Dios, denso y bellísimo, que nos permite asomarnos al centro mismo de su alma:
“Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, oh mi infinitamente adorable Dios, y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.
Te amo, Dios mío, y deseo que en el cielo tenga la felicidad de amarte perfectamente.
Te amo, Dios mío, y temo el infierno sólo porque no habrá el dulce consuelo de amarte.
Oh Dios mío, si mi lengua no puede decir a cada momento que te amo, al menos quiero que mi corazón te lo repita tantas veces como respire.
Dame la gracia de sufrir amándote, de amarte mientras sufro, y de morir un día amándote y sintiendo que te amo.
Y cuanto más me acerco a mi fin, más te suplico que aumentes mi amor y lo perfecciones. Amén”.
No hay en estas palabras esfuerzo retórico ni búsqueda de efecto. Es una oración directa, casi confidencial, nacida del trato íntimo con Dios. No pide consuelos, ni seguridades, ni recompensas, sino solo amor. Pero el amor aquí no es un sentimiento vago, sino una voluntad firme, que se mantiene incluso en el sufrimiento y en el silencio. Le basta con poder amar. Le basta con que su corazón repita ese amor tantas veces como respira.
Este acto de amor tiene la grandeza de lo verdadero. En un mundo que busca resultados y éxitos, y si no, al menos, la apariencia de ellos, san Juan María Vianney nos recuerda que lo esencial es invisible y sencillo: amar a Dios sin medida y sin descanso.
Señor Jesús, danos un corazón sincero, humilde y fuerte, como el del Cura de Ars, capaz de amarte en lo pequeño, en lo oculto, en lo difícil. Que también nosotros vivamos y muramos con ese único deseo: el de amarte. Amén.
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