viernes, 29 de agosto de 2025

LA GRANDEZA SEGÚN DIOS


    “Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: ‘Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista’. El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre” (Mc. 6, 25-28).


    Hoy la Iglesia celebra la fiesta del martirio de san Juan Bautista. La liturgia honra de este modo, con dos celebraciones distintas, al único santo cuyo nacimiento y muerte se conmemoran de manera especial: el 24 de junio, su nacimiento, y el 29 de agosto, su martirio. Él es el “más grande de los nacidos de mujer”, según la palabra de Jesús; no por haber alcanzado una gloria humana, sino por haber sido el testigo fiel que preparó los caminos del Señor. Fue la voz recia que gritó en el desierto: no caña que se dobla por el viento, sino árbol fuerte que no se inclina ante las presiones del mundo. Desde niño o adolescente vivió en el desierto, buscando en su silencio y austeridad la claridad necesaria para escuchar la llamada de Dios. De allí salió hacia el Jordán para verse rodeado de multitudes que buscaban conversión y penitencia en el bautismo al que él invitaba.


    En este día resplandece la grandeza de un hombre que vivió para señalar a Otro, que no retuvo discípulos para sí, sino que los envió a Jesús diciendo: “He ahí el Cordero de Dios”. Su humildad fue su gloria; así manifestó su deseo: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar”. Su valentía fue su corona: no se calló ante los escándalos de Herodes, aun sabiendo que su vida peligraría. Y en esa fidelidad hasta el martirio se convirtió en el testigo supremo de la Verdad. Celebrar hoy su muerte es celebrar la victoria de la luz sobre las tinieblas, la fuerza de Dios que se manifiesta en la debilidad humana, la alegría de saber que vale la pena dar la vida por Cristo. 


    Termino haciendo constar con gratitud que, en esta misma fiesta, hace setenta años, recibí el santo bautismo: aquel día me convertí en discípulo de Cristo, y mi vida quedó marcada para siempre con el sello de su gracia.


    Señor Jesús, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo: un día san Juan Bautista te señaló entre los hombres y te entregó su vida para ser testigo de la Verdad. Hazme fuerte en la fe, humilde en el servicio y valiente en la entrega, para que mi vida, como la suya, hable siempre de ti. Amén.

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