miércoles, 30 de julio de 2025

VESTIR AL DESNUDO (III)


    “Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor. Aarón y todos los hijos de Israel vieron a Moisés con la piel de la cara radiante y no se atrevieron a acercarse a él. Pero Moisés los llamó (…). Cuando terminó de hablar con ellos, se cubrió la cara con un velo” (Ex. 34, 29-30. 33).


    La gloria de Dios había dejado en Moisés una huella visible: su rostro irradiaba luz. Una luz que no era suya, sino reflejo del Dios con quien había hablado. Pero esa luz, al ser contemplada por los demás, provocaba temor. Porque lo que procede de lo alto no siempre puede ser mirado sin temblor. Por eso Moisés, una vez comunicada la Palabra, se cubre el rostro con un velo. Para proteger a los otros. Para custodiar un misterio que no debía ser expuesto sin más. Hay una sabiduría en saber velar lo que es sagrado.


    La tercera obra de misericordia corporal “vestir al desnudo” nos invita a esa misma delicadeza: cubrir lo que está expuesto, proteger lo que es íntimo. Es una obra concreta y material. Significa dar ropa al que no tiene, ayudar a quien carece de abrigo, procurar que nadie pase frío en invierno ni quede expuesto en verano. Pero también implica pequeños gestos diarios: regalar una prenda que ya no usamos, ayudar a alguien a tener ropa limpia y digna, facilitar que los niños y ancianos dispongan de lo necesario según su edad y situación. Nada de eso es poca cosa. Cada uno de esos gestos es una semilla de compasión.


    El desnudo no es solo el que carece de ropa material. También es el que ha quedado al descubierto, vulnerable, en su fragilidad o en su pecado. Vestirlo es un acto de profundo respeto, de reconocimiento de su dignidad, de cuidado amoroso. Vestir no es disfrazar ni esconder: es preservar el misterio. Solo Dios ve el corazón desnudo; nosotros lo velamos con compasión.


    En el libro del Génesis, hay una escena profundamente significativa: Noé, embriagado, queda desnudo en su tienda. Uno de sus hijos lo ve y se burla. Pero los otros dos, Sem y Jafet, caminan hacia atrás y lo cubren con un manto, sin mirar su desnudez (cf. Gn. 9,22-23). Este gesto -tan físico, tan simple- es de una enorme ternura. Ellos practican, sin saberlo, una de las más bellas formas de misericordia corporal: cubrir con respeto la fragilidad del otro, incluso cuando es fruto de su propio error. No hay condena, no hay espectáculo. Solo cuidado.


    Hoy más que nunca necesitamos redescubrir esta forma de vestir al desnudo. También como respuesta firme al escándalo de la pornografía, que despoja al ser humano de su dignidad, convirtiendo su cuerpo en objeto de consumo. Allí donde el cuerpo es reducido a carne expuesta para la mirada sin amor, la misericordia nos impulsa a velarlo, a custodiarlo, a protegerlo. No como represión, sino como reverencia. Porque el cuerpo humano está llamado a ser templo, no mercado; casa de oración, no cueva de bandidos (cf. Jn. 2,13-17).


    Y no podemos olvidar que Jesús, en el Calvario, fue despojado de sus vestidos. Lo desnudaron. Lo dejaron expuesto, humillado, herido. Por eso, cada vez que vestimos al desnudo -con una manta, con una camisa, con un gesto de respeto- estamos, de algún modo, restituyendo la dignidad de Cristo en los crucificados de hoy.


    Señor Jesús, que sepa descubrir tu rostro en los cuerpos heridos y despojados de tantos hermanos. Enséñame a cubrir con amor y respeto lo que ha quedado expuesto, a cuidar con ternura lo que otros han despreciado, y a vivir cada gesto de ayuda concreta como un acto de reparación hacia ti. Amén.

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