“¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones” (Mt. 10, 29-31).
Hay una confianza en Dios que busca garantías, que se aferra a la esperanza de obtener lo que se desea y se pide, como si Dios fuera una aseguradora celestial que diera a nuestros planes una cobertura “a todo riesgo”. Y hay otra confianza, que es abandono: la de quien se entrega del todo, incluso cuando no comprende. Esta es la que enseña Jesús. El abandono no exige señales ni resultados, no calcula ni negocia, no se apoya en expectativas, sino en la certeza de que Dios es Padre, y de que su voluntad, aunque sea incomprensible, es siempre Amor.
Jesús no promete que obtendremos todo lo que pidamos. Promete algo mucho mayor: que el Padre cuida de nosotros con una delicadeza absoluta, con una previsión que llega hasta contar los cabellos de nuestra cabeza. Y si eso es así, entonces no hay detalle, por pequeño que sea, que no esté bajo su mirada. Ni un dolor, ni una pérdida, ni un fracaso. Todo está contenido en su designio de bien. Todo puede ser gracia, si se vive desde la fe.
El abandono, por tanto, no es pasividad ni resignación, sino una forma altísima de amor. Es repetir: “Padre, hágase tu voluntad”. Es dejar que Dios sea Dios. Es vivir como Jesús vivió, en obediencia confiada, sabiendo que el Padre no nos abandona nunca. Ni siquiera cuando parece ausente.
Jesús mío, enséñame a confiar como Tú confiaste. A no pedirle a Dios explicaciones, sino a entregarle mi vida. Que no busque usar tu poder para lograr mis fines, sino que me ponga sin reservas en tus manos. Yo no entiendo, no veo, no puedo, no sé… pero me fío de Ti. Amén.
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