“Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: ‘Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos’. Él les dijo: ‘Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación’” (Lc. 11,1-4).
Hoy es domingo, y nosotros llegamos a la última de las siete obras de misericordia espirituales: orar por los vivos y los difuntos. Durante toda esta semana hemos intentado poner en relación el Evangelio de cada día con una de estas obras silenciosas y fecundas que purifican el corazón y sostienen el mundo. Hoy Jesús mismo nos enseña a practicarla, como respuesta al deseo humilde de los suyos: “Señor, enséñanos a orar”.
Y en sus labios, la oración se hace súplica confiada al Padre, pan de cada día compartido, perdón ofrecido y recibido, ruego de protección contra el mal. Todo está ahí: la vida presente y la futura; las intenciones espirituales y las materiales; los vivos y los difuntos; el Reino que llega y la tentación que acecha. La oración lo abraza todo, lo abarca todo, a todo llega.
Orar por los vivos es llevarlos en el corazón y presentarlos con fe al Padre: los que amamos, los que no nos aman, los que sufren, los extraviados, los que buscan. No hay nadie excluido de esta intercesión. Basta con pensar su nombre en silencio y dejarlos en manos de Dios. Y orar por los difuntos es un acto de amor perseverante, de fe en que el vínculo que nos une no se rompe con la muerte, de esperanza cierta. En la comunión de los santos, nuestra oración los alcanza, los consuela y los purifica.
Jesús nos ha dicho cómo orar: no como un rito formal ni como un deber impuesto, sino como hijos que confiadamente se dirigen a su Padre. Nos permite hacer nuestra su oración, y al repetirla una y otra vez, el corazón se transforma. Ya no se trata solo de pedir, sino de unirnos a Él en su clamor. Y desde esa comunión, el alma se vuelve intercesora, mediadora, canal de gracia para vivos y difuntos.
Señor Jesús, enséñame a orar como Tú orabas. Que en mi corazón estén presentes los vivos que amo y los difuntos que me esperan. Que mi súplica sea humilde, confiada y fiel, y que nunca deje de invocar al Padre con las palabras que Tú nos enseñaste. Así sea.
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