domingo, 13 de julio de 2025

UN ARDUO Y PELIGROSO CAMINO


    “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo apalearon y se marcharon dejándolo medio muerto (…) Pero un samaritano que iba de viaje llegó junto a él, y al verlo, se compadeció, se le acercó y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó” (Lc. 10, 30.33-34).


    Cada día bajamos de Jerusalén a Jericó. Jerusalén es la ciudad santa, el lugar donde se alza el Templo, donde uno sube para presentarse ante Dios, para ofrecerle su alabanza, su súplica o su ofrenda. Es la ciudad del encuentro con el Altísimo. Representa nuestra vida espiritual: la oración, la contemplación, el silencio interior, los buenos deseos que nacen en el alma cuando está recogida ante el Señor. Jericó, en cambio, es una ciudad sin connotación religiosa, un oasis comercial en el desierto, punto de paso para caravanas y mercaderes. Representa la vida cotidiana: el trabajo, las relaciones sociales, las ocupaciones del día a día, y también la superficialidad, la prisa, la rutina. Todos los días tenemos que hacer ese trayecto. No podemos quedarnos siempre en Jerusalén. Hay que bajar.


    Y es en ese descenso donde nos acechan los ladrones. A veces con ayuda de las circunstancias, a veces con la colaboración de nuestras propias flaquezas, el enemigo nos tiende su emboscada. Nos roban la paz, nos roban la esperanza. Nos dejan desnudos, sin consuelo, heridos por dentro. Y no sucede una sola vez, sino incluso casi cada día, con una frecuencia abrumadora. Nos cuesta mantenernos firmes, y una y otra vez el enemigo nos sorprende en el camino y nos deja despojados y medio muertos. Pero, aun en esa situación, no estamos abandonados.


    El buen samaritano es el Señor. No pasa de largo, no nos desprecia. Se detiene a nuestro lado. Sabe que no podemos valernos por nosotros mismos. Él no solo nos ve: se conmueve. Nos toca. Nos cura. Vierte sobre nuestras heridas el vino fuerte del Espíritu, que limpia y quema, y el aceite suave de la misericordia, que unge y consuela. Nos monta en su cabalgadura —carga con nosotros— y nos lleva a la posada: la Iglesia, nuestra comunidad cristiana concreta. Allí nos pone en manos de los que deben cuidarnos. Allí volvemos a sentirnos en casa.


    Pero no podemos ser ingenuos. Bajar de Jerusalén a Jericó es una necesidad, sí, pero también un riesgo. No basta con saber que el Señor vendrá en nuestro auxilio: necesitamos pedirle gracia para discernir, fortaleza para resistir, prudencia para no caer en emboscadas espirituales. Hay que vivir atentos, con el corazón despierto. El mal se disfraza y actúa en lo oculto. Por eso, el Señor nos lo advirtió: “Sed astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt. 10,16). Esa es nuestra tarea mientras caminamos: no dejar de confiar, pero tampoco dejar de velar.

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