lunes, 14 de julio de 2025

LA FIDELIDAD SIN CONSUELOS



    “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa” (Mt. 10, 34-36).


    El combate cristiano comienza en el interior del alma, allí donde se enfrentan las luces y las sombras, el deseo de fidelidad y la seducción del mundo. No es un combate sangriento, pero sí profundamente desgarrador. Jesús no es, como algunos imaginan, un pacificador ingenuo que viene a suavizar los conflictos humanos a cualquier precio; viene a anunciar una Verdad que inevitablemente divide, una Luz que hiere… las tinieblas.

       La espada que trae no es de acero, sino de fuego. Separa incluso lo que parecía inseparable: al hijo del padre, a la hija de la madre, a la paz (aparente) del bienestar.


    Hay jóvenes que, al encontrar a Cristo, se encuentran también con el rechazo de los suyos. Como si su fe, en vez de abrirles gozosamente el corazón a todos, provocara un encierro, un exilio interior, una forma de soledad incomprensible. Padres que no entienden, hermanos que ridiculizan, amigos que se alejan. Al principio, el Señor sostiene con dulzura, alimenta como a recién nacidos, y parece que todo es luz. Pero pronto llega el tiempo en que prefiere darnos un alimento más duro, más recio: el pan de las lágrimas (Sal. 80,6), el pan del exilio, el pan del combate interior. Porque Él ama con amor esponsal de absoluta entrega, y quiere que lo amemos con ese mismo tipo de amor que, olvidado de sí mismo, no busca recompensa, no regatea, no exige salario de dulzuras.


    Muchos se quejan de que el fervor primero ha desaparecido. Pero ese fervor no era aún el verdadero amor. Era preparación. Como la luz del alba que anuncia el sol, pero no es el sol. Ahora comienza la hora de la fidelidad sin consuelos, del amor despojado de cualquier adorno. Y ahí nos quiere el Señor. Que lo elijamos a Él incluso cuando parece que no está, cuando su presencia no se siente, cuando su Palabra no consuela sino que hiere. Que le sigamos sin condiciones, sin exigir recompensa, sin esperar alivio. Que aprendamos a no abandonarlo nunca, ni en la alegría ni en la prueba, ni cuando el alma canta ni cuando calla y sangra.


    Esa es la madurez del cristiano: seguir amando cuando el amor duele, seguir creyendo cuando no hay señales, seguir esperando cuando todo se derrumba. Jesús no ha venido a facilitarnos la vida, sino a encender un fuego (cf. Lc. 12,49), un fuego que purifica y transforma. Y ese fuego, al principio, arde y quema. Pero después ilumina y da forma a un corazón nuevo.


    Señor Jesús, que nunca me aparte de ti, ni cuando todo me contradiga, ni cuando me falten las fuerzas, ni cuando me duela amar. Dame el pan de los fuertes, el pan de las lágrimas, si con ello te agrado más y te sigo más de cerca y. Amén.


NOTA. Un niño solo, en medio del bullicio de un mercado. Todos siguen con su vida, nadie lo mira. Es la imagen de quien ha descubierto algo distinto, de quien ya no pertenece del todo al mundo. Está ahí, pero su alma está en otra parte. Retrato silencioso de la fidelidad sin consuelos: quedarse donde el alma no encuentra ya abrigo, pero tampoco escapa; seguir ahí, cuando amar ya no reconforta, pero sigue siendo amor.

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