jueves, 10 de julio de 2025

EL TESTIMONIO DE LAS OBRAS


    “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt. 10,7-8).


    El anuncio del Reino no es una simple declaración de palabras, ni una teoría piadosa para consolar a los pobres, ni una doctrina filosófica que nos ayude a vivir en medio del absurdo. El “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt. 10,7-8). es un poder que irrumpe en medio de los hombres, una presencia viva que transforma. Jesús no envía a los suyos a exponer ideas ni a convencer con razonamientos, sino a proclamar que el Reino ha llegado y a manifestarlo con signos que dan vida: sanar, resucitar, limpiar, liberar. No es una utopía proyectada al futuro, sino un acontecimiento presente: Dios se ha acercado al hombre, y ese acercamiento cura, salva, libera.


    El Reino se manifiesta donde la vida es restaurada, donde la libertad es devuelta a los que estaban esclavizados por el mal, donde la salud —símbolo del equilibrio interior y exterior— resplandece como un don. Por eso la misión de los discípulos implica acción: dar vida, dar libertad, dar salud. Son tres rostros de una misma gracia que proviene de Dios. Pero no hay eficacia en el gesto sin la fe que lo sostiene. Lo que Jesús comunica a los suyos no es una técnica, ni un poder autónomo, sino una participación en su propia comunión con el Padre. Por eso, los signos no son magia ni espectáculo, sino testimonio humilde de que Dios se ha hecho cercano.


    El Reino es, en el fondo, un nuevo modo de vivir, un nuevo modo de relacionarse con Dios. Aceptarlo no como un juez lejano, sino como un Padre lleno de amor. Sustituir el temor por la confianza. Dar fe a su Palabra más que a lo que ven nuestros ojos o a lo que oyen nuestros oídos. Porque su Palabra crea lo que dice, y da lo que promete. En ese Reino el hombre se hace hijo, y en esa filiación encuentra su paz. Todo es gracia. Todo es don. Y por eso el discípulo debe dar lo que ha recibido gratuitamente, sin apropiarse del poder, sin hacer de la misión un negocio o un prestigio. El apóstol no es un profesional de lo sagrado, ni un mercader de lo divino. Es un pobre que da de lo que le ha sido confiado.


    Los hombres de nuestro tiempo, como los de cualquier tiempo, no buscan solo que se les hable de Dios. Intuyen que las palabras se agotan y los discursos, incluso religiosos, pueden ser vacíos. Lo que ansían es encontrarse con alguien en quien Dios se haga cercano. Quieren hablar con alguien que hable con Dios. Anhelan, en el fondo, hablar con Dios mismo. Por eso, el apóstol no solo predica: se convierte en transparencia, en presencia, en signo viviente. El mundo necesita hombres que lleven en sí la huella de Dios. Hombres cuya sola presencia evoque el Reino. Hombres que no posean nada, pero lo den todo. Hombres que hayan recibido gratis… y den gratis.


    Señor Jesús, danos vivir en ti, y contigo proclamar que ha llegado tu Reino. Haznos testigos tuyos, no solo con palabras, sino con obras. Que nuestra sola presencia lleve salud, libertad y vida a quienes encontremos. Que no hablemos de ti como extraños, sino que hablemos contigo y desde ti. Que seas Tú quien se encuentre con los hombres en nuestra pobreza. Amén.

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