“Jacob se quedó solo. Un hombre luchó con él hasta la aurora. Y viendo que no podía a Jacob, le tocó la articulación del muslo y se la dejó tiesa mientras peleaba con él. El hombre le dijo: ‘Suéltame, que llega la aurora’. Jacob respondió: ‘No te soltaré hasta que me bendigas’. Él le preguntó: ‘¿Cómo te llamas?’. Contestó: ‘Jacob’. Le replicó: ‘Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido’” (Gn. 32, 25-29).
Hay momentos en la vida en que uno se queda solo, cara a cara con sus miedos, sus recuerdos del pasado, sus decisiones del presente y sus proyectos de futuro. La noche pesa como el mundo. Todo parece incierto. Y, de pronto, en medio de esa oscuridad, se libra una lucha. No con un enemigo visible, sino con un misterio que nos desborda. Algo —o Alguien— nos sale al encuentro y no podemos permanecer indiferentes. Así le ocurrió a Jacob. No sabía con quién luchaba aquella noche, pero sabía que no podía rendirse.
La fe no consiste en tenerlo todo claro, ni sentir consuelo, ni contentarse con respuestas fáciles. Consiste en resistir en la noche, en seguir buscando, en no soltar a Dios aunque parezca que se escabulle, aunque no nos hable, aunque nos duela. La fe verdadera se vuelve tenaz: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En esa frase, Jacob resume lo que somos cuando oramos de verdad: seres heridos, a oscuras, pero agarrados a Dios con todas las fuerzas de su alma.
Pero esa lucha deja marcas. Jacob queda cojo. Porque encontrarse con Dios de verdad implica que algo se rompe en nosotros, que algo se transforma. Quien ha peleado con Dios en la noche camina de otra manera. Tiene una herida… pero también una bendición. Ya no se llama Jacob. Ahora es Israel: el que ha luchado con Dios y ha vencido. Y ha vencido, no porque haya derrotado a Dios, sino porque no ha huido, no ha soltado, no ha desistido en su empeño. Y porque Dios mismo, al tocarlo, lo transformó para siempre.
Quizá también nosotros tengamos esa herida. No se ve por fuera, pero nos acompaña por dentro: es la marca de haber buscado a Dios con lágrimas, con ansia, con dudas, con cansancio… y haberlo encontrado no en el día luminoso, sino en la noche oscura. Y lo más grande de esa experiencia no es entender, sino recibir una bendición que nos da un nombre nuevo y un nuevo sentido a nuestra vida.
Señor Jesús, cuando llegue mi noche, cuando me toque luchar en soledad, no permitas que me rinda. Aunque me duela, aunque no te vea, haz que me aferre a ti tenazmente hasta que me bendigas. Que si he de quedar herido por tu paso, sea para caminar desde entonces como hijo tuyo, transformado por tu amor. Amén.
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