“María (…) sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: ‘Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano’. Respondiendo, le dijo el Señor: ’Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada” (Lc. 10,38-42).
En casa de Marta y María, cuya fiesta se celebra hoy, Jesús ha sido acogido con generosidad. Marta, movida por el amor, se afana en preparar la comida y la bebida. No es poco lo que hace: Jesús viene caminando, cansado y sediento, y ella quiere atenderle bien. No está lejos del espíritu de aquella palabra que luego Él mismo pronunciará: “El que dé de beber, aunque sea solo un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt. 10,42). Marta representa a tantos hombres y mujeres que sirven con sus manos, que cuidan del cuerpo del otro, que alivian la sed material, la fatiga del camino, el calor del día. Ella vivió literalmente esta obra de misericordia.
Jesús, en el pozo de Sicar, dijo a la samaritana: “Dame de beber” (Jn. 4,7), y en la cruz, “para que se cumpliera la Escritura, dijo: ‘Tengo sed’” (Jn. 19,28). Pero no debemos olvidar que esa sed, aun siendo también espiritual, se manifestó en un cuerpo real, que conoció la fatiga y el calor del mediodía. Marta atiende esa sed concreta. No basta hablar del alma si descuidamos el cuerpo. La misericordia comienza muchas veces con un vaso de agua, con una bebida ofrecida al que llega, con una copa compartida. Como hizo Jesús en la Última Cena, cuando “tomó una copa, dio gracias y se la dio (a los discípulos) diciendo: ‘Bebed todos de ella’” (Mt. 26,27). Y a través de una bebida material, comenzó a saciar plenamente también una sed espiritual.
Y sin embargo, ese beber se abre también a otro horizonte. Jesús había proclamado en Jerusalén: “El que tenga sed que venga a mí y beba; el que cree en mí —como dice la Escritura— de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,37-38). El agua que Él ofrece sacia de verdad. Por eso, cuando somos capaces de dar de beber al sediento —de forma concreta y corporal—, le ayudamos también a participar de esa fuente profunda que brota de Cristo. Marta lo entendió a su modo: dando de beber a Jesús, dio de beber a la Fuente misma. María, su hermana, escogió la parte mejor al escuchar. Pero la parte de Marta tampoco será olvidada: también ella le ofreció descanso, agua, alimento. También ella, patrona de la hostelería, encarnó la verdadera hospitalidad.
Señor Jesús, que dijiste que ni siquiera un vaso de agua fresca ofrecido por amor quedará sin recompensa, hazme sensible a las pequeñas necesidades de los demás. Que no desprecie los gestos sencillos, las obras humildes, los servicios callados. Enséñame que cuando doy de beber a un sediento, cuando alivio la fatiga de un cuerpo, estoy tocando un misterio más grande: el del amor que Tú mismo nos tuviste al servirnos. Que nunca me canse de hacer el bien, aunque sea pequeño. Y que comprenda que en cada acto de misericordia corporal se esconde una gracia que viene de lo alto. Amén.
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