“Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Él les dijo: Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc. 10,17-20).
Este pasaje luminoso del Evangelio nos pone ante una doble realidad: la del mal, que es real y patente, y la del triunfo definitivo del Reino de Dios, que ya ha comenzado a manifestarse con fuerza en la misión de los setenta y dos discípulos enviados por el Señor. Jesús no habla de un mal genérico, impersonal o simbólico, como a veces se pretende al identificarlo con ignorancia, perturbación mental, mala suerte, falta de formación o de civismo… No, Jesús habla de Satanás, el adversario, que ha sido vencido y cae del cielo como un rayo, con la premura de aprovechar el poco tiempo que le queda. Lo contempla Jesús con sus propios ojos, como quien presencia una derrota fulminante. Aquel que quiso ser semejante al Altísimo, el que dijo con arrogancia: “No serviré” es arrojado a tierra por el poder del Hijo del Dios Altísimo hecho hombre.
El Señor da a sus discípulos autoridad. Les confía un poder que no nace de ellos, sino de su unión con Él. En su nombre pueden vencer a los demonios, pisotear a los agentes del mal, simbolizados por serpientes y escorpiones, sin temor. El mal tiene aún poder, y hay que nombrarlo, reconocerlo y combatirlo, pero no debemos vivir paralizados por el miedo. Cristo ya lo ha vencido. No hay antídoto más fuerte que la gracia, ni sombra tan densa que la Luz que nos habita desde el bautismo no disipe.
Sin embargo, lo más bello de este Evangelio no está en el poder recibido, sino en la intimidad revelada. Jesús desvía suavemente la alegría de los discípulos hacia un motivo aún más profundo: “estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. No se trata de una inscripción externa, en un registro formal y lejano, sino de una pertenencia íntima, de una elección eterna. Nuestros nombres están grabados en el Corazón de Dios, como el de tantos otros que nos han precedido en el signo de la fe. También el del buen ladrón, cuya última súplica fue precisamente esa: ser recordado. “Acuérdate de mí, Señor”, dijo con humildad. Y Jesús le respondió: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Porque su nombre ya estaba allí, en ese Corazón que no olvida jamás a ninguno de los que el Padre le ha dado.
Jesús, Salvador nuestro, que venciste al maligno y lo viste caer como un rayo, graba mi nombre en tu Corazón herido; y graba el tuyo en el mío, para que jamás te olvide ni me separe de ti. Que no me embriague el éxito ni un fervor pasajero, sino la certeza de haber sido elegido, amado y redimido por ti. Amén.
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