“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: ‘Hemos visto al Señor’. Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’” (Jn. 20, 24-25).
Tomás no fue un incrédulo, el apóstol de la duda, sino el apóstol de la vigilancia, de la memoria fiel y del deseo de ver con sus propios ojos la verdad del Resucitado. No desoyó a Cristo: fue precisamente porque recordaba muy bien las advertencias del Maestro acerca de los falsos mesías que se negó a aceptar un anuncio prematuro. No fue capricho, ni terquedad, sino un acto de fidelidad a la Palabra. Jesús les había dicho: “Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad, el Mesías está aquí o está allí’, no lo creáis. Porque surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán grandes signos y prodigios hasta el punto de engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos… Si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis; ‘Está en los aposentos’, no lo creáis. Porque, como el relámpago sale por el oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre” (Mt. 24,23-27). Tomás velaba, no por desconfianza hacia los hermanos, sino por respeto profundo a la enseñanza de Jesús. Esperaba el relámpago del cielo, no una aparición anunciada por terceros, aunque fueran sus compañeros.
Y sin embargo, su fe no era fría ni racionalista. Era una fe deseosa de tocar, de entrar en el misterio de las llagas del Salvador. Quiso meter su mano en el costado traspasado, no por curiosidad morbosa, sino por amor a la verdad. No podía dar testimonio si no había visto, si no había entrado en esa llaga, la misma que Juan había presenciado en el Gólgota. En eso Tomás nos enseña el camino de una fe auténtica: no la fe crédula que se deja arrastrar por voces, sino la fe que se apoya en el contacto con las llagas del Crucificado, en la experiencia viva del encuentro con Aquel que ha vencido a la muerte.
Y cuando ese encuentro llega, Tomás no tarda. No exige pruebas, no pide tiempo. No necesita que Jesús coma delante de él, como ocurrió con los demás (Lc. 24,41-43). Le basta un instante. Se postra decidido ante la verdad y profiere la confesión más honda de todo el Evangelio: “¡Señor mío y Dios mío!”. Aquel que parecía tan reticente es el primero en proclamar a Jesús no sólo como el Mesías, sino como su Dios. En sus palabras resplandece la fe que nace del contacto con el Amor herido, del reconocimiento de un Dios que se deja tocar en su humanidad gloriosa.
Jesús, Señor mío y Dios mío, no permitas que mi fe ni mi oración se apoyen en repeticiones vacías, ni se adormezcan con emociones prestadas. Dame la fe atenta de Tomás, capaz de recordar lo que tú has dicho, de esperar tu hora, de desear entrar en tus llagas. Y cuando vengas a mí, haz que no tarde en reconocerte, y que mis labios, como los suyos, pronuncien tu nombre con amor rendido. “Dentro de tus llagas, escóndeme, y no permitas que me aparte de ti. Amén.
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