“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn. 15, 1-4).
Hoy celebramos la fiesta de santa Brígida de Suecia, co-patrona de Europa, mística y madre de familia, fundadora y peregrina, testigo fiel del Evangelio. Pero seguimos adelante con el propósito que nos guía estos días: establecer un contacto entre el Evangelio de la misa del día y las obras de misericordia espirituales. Corresponde hoy la tercera: corregir al que yerra.
A primera vista, el Evangelio no parece hablar de corrección, pero si leemos, meditamos y escuchamos con el corazón, descubrimos que en él se encierra una profunda enseñanza sobre la corrección misericordiosa de Dios. Jesús habla de la vid y los sarmientos, y del trabajo del labrador, que poda al que da fruto para que dé más fruto. Esta poda no es un castigo, sino una forma de amor. Corregir es cuidar lo que nos importa de veras. Podar es descubrir la belleza de lo genuino, aligerándolo de añadiduras estériles. Dios Padre, como buen labrador, no actúa por impulsos, sino con paciencia para que cada sarmiento dé el fruto que está llamado a dar. También su Palabra nos limpia: corta lo que estorba, purifica lo que impide crecer.
Corregir al que yerra no es juzgarlo ni condenarlo, sino amarle lo suficiente como para no dejarlo en su error. Implica discernimiento, respeto, humildad y, sobre todo, caridad. La corrección fraterna nace de una estrecha comunión: “permaneced en mí, y yo en vosotros”. Solo si estamos unidos a Cristo, si permanecemos en Él, nuestras palabras podrán ser verdaderamente fecundas. Corregir desde fuera, sin esta comunión, es herir; corregir desde Cristo es servir a la verdad con mansedumbre. A veces la corrección duele como duele la poda, pero si viene de Dios -o de alguien que habla en su nombre-, es fecunda, sana y salva. Cuánto bien hace una palabra dicha a tiempo, con claridad y amor. Cuánto daño evitamos a un hermano si, con delicadeza, lo ayudamos a volver al camino.
Hoy hay muchas personas que yerran, muchas vidas que se tuercen por influjo del mundo, muchas decisiones que apartan del Evangelio. Por eso también hoy es necesaria la corrección fraterna, como acto de misericordia. No se trata de imponer, ni de controlar, sino de amar con lucidez. A veces una advertencia sencilla puede evitar una caída. Para eso, como hemos dicho, primero hay que estar muy unidos a Cristo, para no corregir desde la vanidad, la irritación o la superioridad. Cuando corregimos desde la Vid verdadera, nuestras palabras se llenan de savia y de fruto. Que el Espíritu Santo nos enseñe a corregir con ternura, a podar con amor, a hablar desde el corazón de Cristo.
Señor Jesús, Vid verdadera, que purificas con tu Palabra y das fruto en quienes permanecen en ti: haznos instrumentos de tu misericordia, capaces de corregir con humildad y amor a quienes se extravían. Amén.
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