sábado, 5 de julio de 2025

¿EL PADRE ENGAÑADO?


    “Entonces le dijo su padre Isaac: ‘Acércate y bésame, hijo mío’. Se acercó y lo besó. Y, al oler el aroma del traje, le bendijo con estas palabras: ‘El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor’” (Gen. 27, 26-27).


    Hay algo misterioso y conmovedor en este gesto de Isaac anciano: acercarse, tocar, oler, besar… Como si el cuerpo, desgastado y ciego, buscara todavía reconocer a su hijo a través del tacto, del olor, del calor. Y en ese instante de ternura paternal, de bendición pronunciada entre dudas, algo se manifiesta de una manera tan sorprendente como bella y misteriosa: “El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor”.


    No se trataba de Esaú, sino de Jacob. No era el fuerte y velludo cazador, sino el hermano menor, quien entró disfrazado. No merecía —a los ojos de la ley— aquella bendición. Pero la recibió. Porque lo que atrajo esa bendición fue su deseo.


    Nos acercamos a Dios como Jacob: torpes, mentirosos, inseguros. Vestidos con un ropaje ajeno, llenos de contradicciones. Y, sin embargo, Él nos bendice. Porque en su corazón de Padre no pesa tanto lo que somos como lo que anhelamos. La gracia no es una recompensa por el mérito, sino un don para quien la desea con todo el corazón: “Jacob no recibió la bendición por el mérito de sus obras, sino por la fe con la que deseó ardientemente ser bendecido”, escribió san Ambrosio de Milán.

    También nosotros podemos recibir esa bendición si entramos, si nos acercamos, si nos dejamos besar.


    Y aún más: Jacob recibió la bendición disfrazado de su hermano mayor. En cambio, nosotros recibimos la bendición del Padre porque Cristo, el verdadero Primogénito, se ha disfrazado de nosotros. Él ha tomado nuestras ropas, es decir, nuestra debilidad, nuestra carne, nuestras heridas, nuestro pecado… y ha entrado en la presencia del Padre en nuestro nombre. No con la fuerza del engaño, sino con la del amor. Y ahora, por Él, con Él y en Él, somos nosotros los que olemos —misteriosamente— como un campo que el Señor ha bendecido.


    Terminemos reconociendo el papel fundamental de una Madre, que amó, más ciegamente aún que Isaac, a su hijo menor, a nosotros sus hijos pequeños:

    ¡María, Madre de la divina gracia, ruega por nosotros!

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