domingo, 6 de julio de 2025

TU NOMBRE EN SU CORAZÓN


    “Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Él les dijo: Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc. 10,17-20).


    Este pasaje luminoso del Evangelio nos pone ante una doble realidad: la del mal, que es real y patente, y la del triunfo definitivo del Reino de Dios, que ya ha comenzado a manifestarse con fuerza en la misión de los setenta y dos discípulos enviados por el Señor. Jesús no habla de un mal genérico, impersonal o simbólico, como a veces se pretende al identificarlo con ignorancia, perturbación mental, mala suerte, falta de formación o de civismo… No, Jesús habla de Satanás, el adversario, que ha sido vencido y cae del cielo como un rayo, con la premura de aprovechar el poco tiempo que le queda. Lo contempla Jesús con sus propios ojos, como quien presencia una derrota fulminante. Aquel que quiso ser semejante al Altísimo, el que dijo con arrogancia: “No serviré” es arrojado a tierra por el poder del Hijo del Dios Altísimo hecho hombre.


    El Señor da a sus discípulos autoridad. Les confía un poder que no nace de ellos, sino de su unión con Él. En su nombre pueden vencer a los demonios, pisotear a los agentes del mal, simbolizados por serpientes y escorpiones, sin temor. El mal tiene aún poder, y hay que nombrarlo, reconocerlo y combatirlo, pero no debemos vivir paralizados por el miedo. Cristo ya lo ha vencido. No hay antídoto más fuerte que la gracia, ni sombra tan densa que la Luz que nos habita desde el bautismo no disipe.


    Sin embargo, lo más bello de este Evangelio no está en el poder recibido, sino en la intimidad revelada. Jesús desvía suavemente la alegría de los discípulos hacia un motivo aún más profundo: “estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. No se trata de una inscripción externa, en un registro formal y lejano, sino de una pertenencia íntima, de una elección eterna. Nuestros nombres están grabados en el Corazón de Dios, como el de tantos otros que nos han precedido en el signo de la fe. También el del buen ladrón, cuya última súplica fue precisamente esa: ser recordado. “Acuérdate de mí, Señor”, dijo con humildad. Y Jesús le respondió: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Porque su nombre ya estaba allí, en ese Corazón que no olvida jamás a ninguno de los que el Padre le ha dado.


    Jesús, Salvador nuestro, que venciste al maligno y lo viste caer como un rayo, graba mi nombre en tu Corazón herido; y graba el tuyo en el mío, para que jamás te olvide ni me separe de ti. Que no me embriague el éxito ni un fervor pasajero, sino la certeza de haber sido elegido, amado y redimido por ti. Amén.

sábado, 5 de julio de 2025

¿EL PADRE ENGAÑADO?


    “Entonces le dijo su padre Isaac: ‘Acércate y bésame, hijo mío’. Se acercó y lo besó. Y, al oler el aroma del traje, le bendijo con estas palabras: ‘El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor’” (Gen. 27, 26-27).


    Hay algo misterioso y conmovedor en este gesto de Isaac anciano: acercarse, tocar, oler, besar… Como si el cuerpo, desgastado y ciego, buscara todavía reconocer a su hijo a través del tacto, del olor, del calor. Y en ese instante de ternura paternal, de bendición pronunciada entre dudas, algo se manifiesta de una manera tan sorprendente como bella y misteriosa: “El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor”.


    No se trataba de Esaú, sino de Jacob. No era el fuerte y velludo cazador, sino el hermano menor, quien entró disfrazado. No merecía —a los ojos de la ley— aquella bendición. Pero la recibió. Porque lo que atrajo esa bendición fue su deseo.


    Nos acercamos a Dios como Jacob: torpes, mentirosos, inseguros. Vestidos con un ropaje ajeno, llenos de contradicciones. Y, sin embargo, Él nos bendice. Porque en su corazón de Padre no pesa tanto lo que somos como lo que anhelamos. La gracia no es una recompensa por el mérito, sino un don para quien la desea con todo el corazón: “Jacob no recibió la bendición por el mérito de sus obras, sino por la fe con la que deseó ardientemente ser bendecido”, escribió san Ambrosio de Milán.

    También nosotros podemos recibir esa bendición si entramos, si nos acercamos, si nos dejamos besar.


    Y aún más: Jacob recibió la bendición disfrazado de su hermano mayor. En cambio, nosotros recibimos la bendición del Padre porque Cristo, el verdadero Primogénito, se ha disfrazado de nosotros. Él ha tomado nuestras ropas, es decir, nuestra debilidad, nuestra carne, nuestras heridas, nuestro pecado… y ha entrado en la presencia del Padre en nuestro nombre. No con la fuerza del engaño, sino con la del amor. Y ahora, por Él, con Él y en Él, somos nosotros los que olemos —misteriosamente— como un campo que el Señor ha bendecido.


    Terminemos reconociendo el papel fundamental de una Madre, que amó, más ciegamente aún que Isaac, a su hijo menor, a nosotros sus hijos pequeños:

    ¡María, Madre de la divina gracia, ruega por nosotros!

viernes, 4 de julio de 2025

FUERZA EN LA DEBILIDAD


“Porque cuando estoy débil, entonces soy fuerte” (2ª Cor. 12,10).


    No me encuentro bien de salud. El cuerpo no responde como quisiera. Y desde hace algún tiempo, parece que cualquier salida de carácter apostólico que hago se ve dificultada por un nuevo problema. Hay molestias, cansancio. No en vano, en breve cumpliré los 70 años. Y, sin embargo, debo seguir adelante. Me encuentro dando unos Ejercicios espirituales lejos de casa. Hay personas que esperan de mí una palabra de luz, hay almas que debo acompañar, hay un Evangelio que debe ser predicado hasta los confines del mundo. Todo eso continúa, y yo me descubro frágil, limitado… pero sostenido.


    Y ahí está el misterio que proclama San Pablo y encabeza este escrito: cuando ya no puedo contar con mis fuerzas, aparece la gracia del Señor. No es un sentimiento eufórico. Es una presencia serena que me mantiene en pie. Es una luz que me guía incluso si tengo fiebre o decaimiento. Es un ánimo que no es mío pero que me habita. Él actúa en mi pobreza. Él me fortalece en mi debilidad.


    Por eso no me retiro, no me encierro. Continúo, aunque a veces mi voz suene desagradable por la ronquera, aunque se vea interrumpida por toses muy aparatosas, y el taponamiento de las vías nasales me dificulte la respiración. Sigo, porque sé que Él está. Y si Él está, todo es posible. “Porque para Dios nada hay imposible” (Mt. 19, 26). La fuerza no está en mí, sino en el que me ha enviado.


    Jesús mío, Tú sabes todo lo que pesa este cuerpo cansado. Tú sabes lo que me cuesta seguir cuando siento que me he quedado sin fuerzas. Pero si Tú me das tu gracia, yo sigo. Si Tú me sostienes, yo permanezco. Si Tú me hablas, yo predico. No me dejes solo, Señor. Sé Tú mi fuerza. Susúrrame al oído: “Yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1,8). Amén.

jueves, 3 de julio de 2025

TOMÁS, EL CREYENTE


    “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: ‘Hemos visto al Señor’. Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’” (Jn. 20, 24-25).


    Tomás no fue un incrédulo, el apóstol de la duda, sino el apóstol de la vigilancia, de la memoria fiel y del deseo de ver con sus propios ojos la verdad del Resucitado. No desoyó a Cristo: fue precisamente porque recordaba muy bien las advertencias del Maestro acerca de los falsos mesías que se negó a aceptar un anuncio prematuro. No fue capricho, ni terquedad, sino un acto de fidelidad a la Palabra. Jesús les había dicho: “Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad, el Mesías está aquí o está allí’, no lo creáis. Porque surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán grandes signos y prodigios hasta el punto de engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos… Si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis; ‘Está en los aposentos’, no lo creáis. Porque, como el relámpago sale por el oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre” (Mt. 24,23-27). Tomás velaba, no por desconfianza hacia los hermanos, sino por respeto profundo a la enseñanza de Jesús. Esperaba el relámpago del cielo, no una aparición anunciada por terceros, aunque fueran sus compañeros.


    Y sin embargo, su fe no era fría ni racionalista. Era una fe deseosa de tocar, de entrar en el misterio de las llagas del Salvador. Quiso meter su mano en el costado traspasado, no por curiosidad morbosa, sino por amor a la verdad. No podía dar testimonio si no había visto, si no había entrado en esa llaga, la misma que Juan había presenciado en el Gólgota. En eso Tomás nos enseña el camino de una fe auténtica: no la fe crédula que se deja arrastrar por voces, sino la fe que se apoya en el contacto con las llagas del Crucificado, en la experiencia viva del encuentro con Aquel que ha vencido a la muerte.


    Y cuando ese encuentro llega, Tomás no tarda. No exige pruebas, no pide tiempo. No necesita que Jesús coma delante de él, como ocurrió con los demás (Lc. 24,41-43). Le basta un instante. Se postra decidido ante la verdad y profiere la confesión más honda de todo el Evangelio: “¡Señor mío y Dios mío!”. Aquel que parecía tan reticente es el primero en proclamar a Jesús no sólo como el Mesías, sino como su Dios. En sus palabras resplandece la fe que nace del contacto con el Amor herido, del reconocimiento de un Dios que se deja tocar en su humanidad gloriosa.


    Jesús, Señor mío y Dios mío, no permitas que mi fe ni mi oración se apoyen en repeticiones vacías, ni se adormezcan con emociones prestadas. Dame la fe atenta de Tomás, capaz de recordar lo que tú has dicho, de esperar tu hora, de desear entrar en tus llagas. Y cuando vengas a mí, haz que no tarde en reconocerte, y que mis labios, como los suyos, pronuncien tu nombre con amor rendido. “Dentro de tus llagas, escóndeme, y no permitas que me aparte de ti. Amén.

miércoles, 2 de julio de 2025

EL MAR INTERIOR


    Ayer celebré misa en la iglesia gótica más antigua de la ciudad de Burgos, y una de las más bellas. Allí prediqué sobre el Evangelio de la tempestad calmada. Al término de la misa, en la sacristía, un amigo burgalés, Juan Ramón, me recitó de memoria unos versos que había leído hacía años en un libro cuyo autor no recordaba. Los recogí y los transcribí.

    Me parece que el Señor nos habla a través de la Sagrada Escritura, pero nos habla también a través de la vida, de los acontecimientos, de las mociones interiores. Por eso hoy quiero presentarles esos versos y la reflexión que a mí me inspiraron.


Del fondo del alma,

mar en donde moran,

las palabras son olas

que la lengua lanza.

Según la bonanza

que existe en el alma,

será nuestro viaje

por fiero oleaje

o por el mar en calma.


    Hay palabras que no vienen de la superficie, sino del fondo del alma. No nacen del ruido, ni de la necesidad de hablar, ni siquiera del deseo de impresionar o de convencer. Son palabras verdaderas, nacidas de dentro, como olas que emergen desde lo profundo y acarician la orilla de otra persona.


    El alma es comparada aquí con un mar. Y es una imagen preciosa, porque el mar tiene hondura, misterio, movimiento y fuerza. En el fondo del mar habitan silencios, recuerdos, deseos, heridas y amores. Todo eso, sin decirse del todo, se manifiesta cuando hablamos desde lo más hondo. Entonces nuestras palabras son más que sonidos: son olas que transmiten lo que hay dentro.


    La lengua —dice el poema— lanza esas olas. Pero la lengua no es dueña de lo que dice: simplemente transporta e impulsa lo que habita en el alma. Según la “bonanza” del alma, es decir, según su serenidad, su paz o su turbulencia, así serán nuestras palabras, y también nuestros caminos, nuestras relaciones con los demás, nuestras vidas.


    Quien tiene el alma en calma, habla con paz. Quien vive agitado por resentimientos, miedos, heridas o luchas interiores, inevitablemente hace daño cuando habla, aunque no lo quiera. Porque nuestra alma, lo queramos o no, siempre se expresa en su oleaje.


    Por eso, este poema es una llamada silenciosa a cuidar el corazón, a pacificar el alma, a entrar dentro de nosotros y dejar que el Señor calme también nuestro mar interior. No basta con cuidar lo que decimos: necesitamos que Cristo habite en lo profundo, y desde ahí transforme también lo que decimos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que vivimos.


    Señor Jesús,

    Tú que caminaste sobre las aguas y diste órdenes al viento, entra hoy en el fondo de mi alma como dueño y Señor. Hay un mar dentro de mí: a veces en calma, otras veces en tormenta. Y sé que mis palabras, al igual que olas, traen a la superficie lo que llevo dentro.

    Ven, Señor, y serena mis abismos. Habita Tú en mi interior para que lo que diga no sea eco de mi agitación, sino reflejo de tu paz.

  No quiero herir con mis palabras ni naufragar en mis pensamientos. Quiero hablar con verdad, con dulzura, con hondura, como quien deja pasar a través de sí la brisa de tu Espíritu.

    Haz, Señor, que mi alma sea un mar en calma, para que mi vida sea también un camino de paz. Amén.

martes, 1 de julio de 2025

HOMBRES DE POCA FE


    “Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma” (Mt. 8,24-26).


    Jesús duerme en medio de la tormenta. Y nos parece que casi toda nuestra vida transcurre en ese sueño, que no es indiferencia ni olvido, pero que percibimos así cuando Él calla en medio del dolor que sentimos: cuando Dios calla, cuando no actúa, cuando no responde. ¿Cuántas veces hemos gritado desde lo hondo de nuestra noche: “¡Señor, sálvame!”?

    Pero no lo hemos hecho con la paz de quien espera, sino con la angustia de quien ya no confía. El miedo nos invade, nos desestabiliza, nos nubla el alma. Y por eso la respuesta de Jesús no es solo un reproche, sino un diagnóstico: poca fe; débil esperanza; tibio amor. Jesús nos ama demasiado como para consolarnos con una mentira; nos sacude para devolvernos a la verdad.


    Finalmente Él se levanta, porque no duerme para siempre. A su tiempo —el suyo, no el nuestro— se pone en pie. Y cuando lo hace, basta una palabra para que cese el viento y el mar enmudezca. Basta un gesto para que llegue la calma. Porque es el Señor, el Hijo de Dios, el Amado del Padre; el que nos ha sido dado como Salvador. No importa cuán honda haya sido la noche ni cuán altas las olas: cuando Él habla, todo se serena.     Y a veces, incluso esa calma nos desconcierta, porque hemos vivido tanto tiempo en la tormenta que no sabemos habitar en la paz. Pero esa calma es don, es gracia, es semilla, es descanso para el alma. ¡Él sea bendito por siempre!