“Un sábado, atravesaba Jesús un sembrado, y sus discípulos arrancaban espigas, las frotaban con las manos y se comían el grano. Algunos fariseos les dijeron: ‘¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?’. Jesús les respondió: ‘¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes de la proposición, que solo a los sacerdotes les está permitido comer, y comió él y dio a los que estaban con él’. Y añadió: ‘El Hijo del hombre es señor del sábado’” (Lc. 6, 1-5).
La última palabra de María en el Evangelio de san Juan resuena como una consigna definitiva: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5). Con ella, María se echa a un lado para dejar todo el protagonismo a Jesús. No añade nada a su enseñanza, no se reserva ni atribuye nada, no quiere ser otra voz distinta ni paralela a la suya. Su misión es conducirnos a su Hijo, señalárnoslo, como en los bellísimos iconos bizantinos en que sostiene en sus brazos al Niño. Quiere poner nuestras manos en las de Jesús y enseñarnos la obediencia confiada. La Madre sabe que no es su palabra la que salva, sino la de su Hijo y Señor. Por eso su enseñanza final es clara: escuchar y obedecer a Cristo.
El Evangelio de la misa de hoy ilumina esta actitud. Jesús defiende a sus discípulos mostrando que el amor de Dios está por encima del legalismo fariseo. Afirma con autoridad: “El Hijo del hombre es señor del sábado” (Lc. 6,5). María no se interpone a esa autoridad, sino que la reconoce y anuncia: “Haced lo que Él os diga”. No hay otro camino seguro. La libertad, la salvación y la vida plena están en seguir a Jesús, que tiene poder sobre la Ley, sobre el tiempo y sobre nuestra propia historia.
A menudo buscamos voces alternativas, consejos de maestros humanos, soluciones que nos apartan de la Palabra viva de Cristo. Pero María, con humildad absoluta, nos corrige: dejad de buscar fuera lo que ya habéis recibido. Basta con acoger al Hijo con docilidad, porque Él es la plenitud de la revelación. Lo que diga Jesús, aunque a veces parezca poco comprensible, aunque choque con nuestra lógica y sea muy políticamente incorrecto, es la senda que conduce a la verdadera alegría. Como en Caná, donde la disponibilidad de los sirvientes permitió que el agua se convirtiera en vino.
Así, la última palabra de María no es una despedida, sino una invitación a permanecer siempre en la escucha de Cristo. Ella nos entrega la llave para vivir de verdad como discípulos: la obediencia confiada a la Palabra de su Hijo. Esa es su misión maternal, y en ella se concentra todo el amor de la Madre de la Iglesia.
Madre dulce y discreta, Tú que en Caná nos dijiste: “Haced lo que Él os diga”, enséñanos a seguir confiadamente las palabras de tu Hijo. Haz que nuestros corazones estén atentos a su voz y sean dóciles a sus mandatos. Ayúdanos a dejar en sus manos nuestras preocupaciones y necesidades, sin ponerle condiciones, con la certeza de que Él sabe lo que más nos conviene. Que tu palabra nos acompañe cada día como una memoria viva que nos lleve siempre a Jesús, único Señor y fuente de nuestra alegría. Así sea.