sábado, 6 de septiembre de 2025

SEXTA PALABRA DE MARÍA


    “Un sábado, atravesaba Jesús un sembrado, y sus discípulos arrancaban espigas, las frotaban con las manos y se comían el grano. Algunos fariseos les dijeron: ‘¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?’. Jesús les respondió: ‘¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes de la proposición, que solo a los sacerdotes les está permitido comer, y comió él y dio a los que estaban con él’. Y añadió: ‘El Hijo del hombre es señor del sábado’” (Lc. 6, 1-5).


    La última palabra de María en el Evangelio de san Juan resuena como una consigna definitiva: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5). Con ella, María se echa a un lado para dejar todo el protagonismo a Jesús. No añade nada a su enseñanza, no se reserva ni atribuye nada, no quiere ser otra voz distinta ni paralela a la suya. Su misión es conducirnos a su Hijo, señalárnoslo, como en los bellísimos iconos bizantinos en que sostiene en sus brazos al Niño. Quiere poner nuestras manos en las de Jesús y enseñarnos la obediencia confiada. La Madre sabe que no es su palabra la que salva, sino la de su Hijo y Señor. Por eso su enseñanza final es clara: escuchar y obedecer a Cristo.


    El Evangelio de la misa de hoy ilumina esta actitud. Jesús defiende a sus discípulos mostrando que el amor de Dios está por encima del legalismo fariseo. Afirma con autoridad: “El Hijo del hombre es señor del sábado” (Lc. 6,5). María no se interpone a esa autoridad, sino que la reconoce y anuncia: “Haced lo que Él os diga”. No hay otro camino seguro. La libertad, la salvación y la vida plena están en seguir a Jesús, que tiene poder sobre la Ley, sobre el tiempo y sobre nuestra propia historia.


    A menudo buscamos voces alternativas, consejos de maestros humanos, soluciones que nos apartan de la Palabra viva de Cristo. Pero María, con humildad absoluta, nos corrige: dejad de buscar fuera lo que ya habéis recibido. Basta con acoger al Hijo con docilidad, porque Él es la plenitud de la revelación. Lo que diga Jesús, aunque a veces parezca poco comprensible, aunque choque con nuestra lógica y sea muy políticamente incorrecto, es la senda que conduce a la verdadera alegría. Como en Caná, donde la disponibilidad de los sirvientes permitió que el agua se convirtiera en vino.


    Así, la última palabra de María no es una despedida, sino una invitación a permanecer siempre en la escucha de Cristo. Ella nos entrega la llave para vivir de verdad como discípulos: la obediencia confiada a la Palabra de su Hijo. Esa es su misión maternal, y en ella se concentra todo el amor de la Madre de la Iglesia.


    Madre dulce y discreta, Tú que en Caná nos dijiste: “Haced lo que Él os diga”, enséñanos a seguir confiadamente las palabras de tu Hijo. Haz que nuestros corazones estén atentos a su voz y sean dóciles a sus mandatos. Ayúdanos a dejar en sus manos nuestras preocupaciones y necesidades, sin ponerle condiciones, con la certeza de que Él sabe lo que más nos conviene. Que tu palabra nos acompañe cada día como una memoria viva que nos lleve siempre a Jesús, único Señor y fuente de nuestra alegría. Así sea.

viernes, 5 de septiembre de 2025

QUINTA PALABRA DE MARÍA


    “Los fariseos y los escribas dijeron a Jesús: ‘Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber’. Jesús les dijo: ‘¿Acaso podéis hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán en aquellos días’” (Lc. 5, 33-35).


    En el Evangelio de hoy, Jesús se presenta como el Esposo que trae la alegría a la boda. No se puede ayunar cuando Él está presente, porque su sola presencia llena de plenitud el corazón humano. Esa misma luz alcanza la quinta palabra de María en Caná: “No tienen vino” (Jn. 2,3). Ella, atenta a la necesidad, suplica discretamente para que la fiesta no se estropee. Con esa breve frase, atrae a Jesús hacia la compasión, lo introduce en las necesidades concretas de los hombres, y abre la puerta para que su misericordia se derrame sobre quienes le necesitan.


    La respuesta de Jesús parece dura: “¿Qué nos va a ti y a mí, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn. 2,4). Sin embargo, lejos de ser un rechazo, esa palabra abre un horizonte más profundo: la hora comienza a revelarse en aquel momento, y llegará a su culminación en la cruz en la que Cristo entregará el vino verdadero de su Sangre, derramada por todos. Caná es anticipo de ese misterio: la presencia de Jesús no permite que falte la alegría en el banquete, porque allí donde Él está, la carencia se convierte en plenitud.


    María, por su parte, no le pide nada concreto a su Hijo. No le dice cómo debe resolver el problema, ni le señala un camino. Ella simplemente expone la necesidad y confía. Se queda en silencio, aguardando con plena certeza de que Él actuará como quiera, cuando quiera y de la manera que quiera. María no controla a Jesús: lo acerca a las necesidades humanas y se abandona a su decisión. Por eso su súplica es tan poderosa, porque nace de la fe y de la confianza absoluta.


    Así, el signo de Caná no solo inaugura los milagros de Jesús, sino que puede verse como la primera curación narrada en los evangelios: cura la herida de la falta, sana la pobreza de la fiesta, convierte la tristeza en gozo. María, al decir “No tienen vino”, se convierte en puerta de la misericordia, invitando a su Hijo a manifestar la sobreabundancia del amor paternal de Dios en medio de la pobreza humana.


    Jesús, Esposo de la Iglesia, que en Caná escuchaste las palabras discretas de tu Madre: escucha también hoy sus súplicas por nosotros. Que tu misericordia transforme nuestra escasez en abundancia, nuestra tristeza en alegría y nuestras heridas en vida nueva. Amén.

jueves, 4 de septiembre de 2025

CUARTA PALABRA DE MARÍA


    “Echando las redes, recogieron tal cantidad de peces que las redes reventaban. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó a las rodillas de Jesús diciendo: ‘Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’. Y Jesús dijo a Simón: ‘No temas; desde ahora serás pescador de hombres’” (Lc. 5, 6-10).


    La cuarta palabra de María en los Evangelios, al "Niño perdido y hallado en el Templo", vuelve a ser una pregunta: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. La primera pregunta, en la Anunciación, había nacido de la confianza y el gozo contenido. Esta, en cambio, brota del dolor. Y, sin embargo, ese dolor no encierra a María en sí misma: no dice “yo estaba angustiada”, sino “tu padre y yo”. Tiene en cuenta, aun antes que el suyo, el dolor de José. El sufrimiento, en ella, no es soledad, sino comunión.


    En el Magnificat había proclamado: “Dios ha mirado la humillación de su esclava”. Ahora pide al mismo Dios, hecho Niño, que mire la angustia de sus padres. ¿Qué pide en realidad? Pide que su Hijo no pase de largo ante el sufrimiento humano, que reconozca la hondura y la verdad de ese dolor. Todos desearíamos evitar el dolor, pero María descubre que también forma parte del camino de la fe. Jesús mismo lo asumirá en su Pasión: el dolor no es un absurdo, sino un paso necesario en la obra de la redención, porque el Enemigo habría de ser derrotado con las mismas armas con las que imaginaba haber triunfado.


    Pedro, en el Evangelio de hoy, después de la pesca milagrosa, reacciona con temor y quiere alejarse de Jesús: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. María, en cambio, busca más intensamente a su Hijo en medio del desconcierto por su forma de actuar. Pedro cree que su pecado debe alejarlo de Cristo; María enseña que el dolor debe acercarnos más a Él. Donde muchos huirían, Ella persevera y transforma el sufrimiento en búsqueda confiada. Así consigue una "pesca milagrosa".


    Señor Jesús, cuando el dolor toque mi vida, no permitas que me encierre en mí mismo ni que huya de ti. Enséñame, con el ejemplo de tu Madre, a transformar mi angustia en búsqueda confiada, y a dejar que Tú mires mi sufrimiento para convertirlo en comunión contigo. Amén.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

TERCERA PALABRA DE MARÍA


    “Al salir Jesús de la sinagoga entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta, y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; y levantándose al instante, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y Él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos salían también demonios, gritando: ‘Tú eres el Hijo de Dios’. Pero Él los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que Él era el Cristo” (Lc. 4,38-41).


    El Magnificat, el gran cántico de María, es su tercera palabra en los Evangelios. Nos es imposible comentarlo todo entero, pero demos algunas pinceladas. En él dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… porque ha mirado la humillación de su esclava”. La verdadera grandeza de María es dejarse mirar por Dios. Y dejarse mirar es dejarse querer, dejarse cuidar, dejar que Dios haga maravillas en nuestra vida.


    María canta que Dios derriba a los poderosos y exalta a los humildes, que sacia a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Es la revolución silenciosa del Evangelio: Dios no se fija en los fuertes, en los que ponen toda su confianza en sí mismos (en lo que tienen, en lo que pueden, en lo que saben…), sino en los que se reconocen pobres y necesitados, en los que ponen toda su esperanza en Él. Ello nos revela la conmovedora ternura de Dios, que engrandece lo que el mundo desprecia.


    En paralelo, el Evangelio de hoy nos muestra a Jesús inclinándose sobre los enfermos y liberando a los oprimidos. Es el cumplimiento visible de lo que María ya había proclamado en su cántico: el mismo Dios que mira a los humildes, toca con sus manos las heridas de quienes sufren para sanarlos, para salvarlos. 


    El Magnificat termina recordando: “Auxilia a Israel, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia”. También nosotros somos esa descendencia, porque Abraham es el padre de todos los que creen. Por eso, cada día, sostenidos por su fidelidad, somos invitados a cantar con María las maravillas de Dios en nuestra propia vida.


    Señor, enséñame a dejarme mirar por ti, a dejarme querer y cuidar. Haz que no busque mi fuerza en el poder, sino en tu ternura. Que mi vida entera sea un canto agradecido, unido al de María, que proclama tu misericordia de generación en generación. Amén.

martes, 2 de septiembre de 2025

SEGUNDA PALABRA DE LA VIRGEN


    “En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad (…) Y todos se decían: ‘¿Qué palabra es esta? Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen’” (Lc. 4, 31-32.36).


    Con la mirada puesta en la fiesta de la Natividad de la Virgen María el próximo 8 de septiembre, como ayer, queremos seguir recorriendo estos días las palabras que la Virgen pronunció en el Evangelio. La segunda es: “Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 38).


    María se presenta como un día lo hizo Abraham. Es decir, con toda su pequeñez y su pobreza que se entregan totalmente a Dios. Es como si dijera: “Aquí estoy con todo lo que soy”. Es la actitud humilde de quien abre su corazón a la gracia.


    Después se reconoce como “la esclava del Señor”. No dice: “Aquí está la madre del Rey, que es necesaria”. No dice: “Seré, pues, la madre del Señor”. Lo que afirma es: “Aquí está la esclava del Señor”. El esclavo no reclama salario, no conserva nada para sí, vive en la gratuidad total. Así es María, enteramente de Dios, enteramente para Él. En esa pobreza radical resplandece su grandeza, porque quien se humilla será enaltecido.


    Cuando pronuncia su “hágase” se abre paso una nueva creación. El primer “hágase” en la Biblia fue: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Pero ahora María inaugura la nueva creación, la humanidad nueva en Cristo. No hay ni sombra de pasividad en sus palabras, sino cooperación activa con la obra de Dios, que encuentra en Ella una tierra fecunda. Y finalmente, todo esto se sostiene “según tu Palabra”. María confía únicamente en lo que Dios ha prometido. Guarda la Palabra en su corazón y la medita en silencio como fuente de luz y de fe.


    De este modo, en estas palabras sencillas se condensa la espiritualidad de María: disponibilidad, gratuidad, confianza y fe. Ella nos enseña a dejarnos plasmar por la Palabra de Dios, a vivir sin reservas, a pertenecer solo a Él y a creer que todo lo que promete lo cumple.


    Señor Jesús, danos un corazón humilde y confiado como el de tu Madre, para que también nosotros sepamos decir cada día: “Heme aquí, hágase en mí según tu Palabra”.

lunes, 1 de septiembre de 2025

PRIMERA PALABRA DE LA VIRGEN


    “Le entregaron el rollo del profeta y, desarrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido; me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos; a dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Y enrollando el libro, lo devolvió al ministro y se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’” (Lc. 4, 17-21).


        Con la mirada puesta en la fiesta de la Natividad de la Virgen María, el próximo 8 de septiembre, queremos recorrer estos días las palabras que la Virgen pronunció en el Evangelio. Son pocas, pero cada una de ellas encierra una luz preciosa para nuestra vida. Hoy comenzamos con la primera: ”¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc. 1,34).


    La primera palabra de María es una pregunta. No es la duda de quien desconfía, sino la actitud de quien cree y busca comprender. Zacarías, el padre de Juan Bautista, al recibir también un anuncio del ángel, pidió una señal como prueba, y quedó mudo como castigo. María, en cambio, no pide pruebas: su fe es firme en lo que Dios anuncia. Ella cree que dará a luz un hijo, cree lo imposible de Dios. Lo único que pregunta es cómo se cumplirá, porque se sabe pequeña y limitada.


    Otra enseñanza clave de esta escena es la humildad; la humildad es la verdad, y María se presenta ante Dios tal como es, sin máscaras. Reconoce su condición de virgen y lo expone con sencillez: “no conozco varón”. Esa humildad grande es la que abre paso al misterio. Porque preguntar así no es resistencia, sino disponibilidad. Es la pureza de corazón que no teme decir a Dios la propia realidad y que, por eso mismo, se hace capaz de recibir más luz.


    Además, esta pregunta provoca una revelación mayor: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. Y aquí aparece un hermoso vínculo con el Evangelio de hoy, donde Jesús proclama en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia”. El mismo Espíritu que fecunda a María para engendrar al Hijo es el que unge y envía a Jesús en su misión. María recibe al Espíritu para dar la vida; Jesús recibe al Espíritu para comunicar esa vida al mundo.


    De este modo comprendemos que no pasa nada con formular preguntas a la Palabra de Dios. El Señor quiere nuestra fe ilustrada, una fe que no se apoya en la razón, pero que es razonable. Creer no es dejar de preguntar, sino abrir nuestras preguntas al Espíritu, que responde en el tiempo de Dios. También nosotros, cuando la Palabra nos pide lo que parece imposible —perdonar de corazón, servir sin medida, confiar en medio de la oscuridad—, podemos sentir la misma dificultad. Entonces, como María, podemos decir: ”¿Cómo será eso, Señor?”. No es desconfianza, sino la oración humilde de quien cree en lo imposible de Dios y se dispone a acogerlo en la vida.


    Virgen María, tú que preguntaste con sencillez y humildad, enséñanos también a exponer ante Dios nuestras dudas sin miedo. Haz que no nos encerremos en la desconfianza, sino que, creyendo firmemente en la Palabra, sepamos presentarnos ante el Señor en la verdad de nuestra pequeñez. Que el Espíritu Santo ilumine nuestras preguntas y nos haga capaces de confiar en lo imposible de Dios. Amén.

domingo, 31 de agosto de 2025

LOS HUMILDES EN EL BANQUETE


    “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos” (Lc. 14, 12-14).


    El Evangelio de este domingo nos abre los ojos a una lógica diferente de la del mundo: no se trata de dar para recibir, ni de buscar honores o reconocimientos, sino de vivir en gratuidad, confiando en que el único que puede recompensar en plenitud es Dios. La invitación a los pobres, lisiados, cojos y ciegos no es solo una obra de misericordia, sino un anticipo del banquete eterno en el que el Padre nos acogerá sin que tengamos nada con qué pagar.


    El modelo perfecto de este espíritu de gratuidad es nuestra Madre la Virgen María. En la Anunciación no buscó protagonismo ni mérito: se presentó ante Dios como esclava, ignorante, pequeña y disponible para cumplir su voluntad. Por esa humildad fue engrandecida y hecha Madre del Salvador. Porque personifica de una manera espléndida la verdad de la palabra de Jesús: “El que se humilla será enaltecido”. Así, la Virgen nos enseña que el secreto de la grandeza no está en ocupar los primeros lugares, sino en confiar en la iniciativa de Dios, que sabe sorprender y colmar con dones que superan cualquier medida humana.


    Señor Jesús, haz que viva la humildad y la gratuidad como tu Madre, la Virgen María, y que en toda obra de amor confíe solo en tu recompensa eterna. Amén. 

sábado, 30 de agosto de 2025

UN AMOR QUE CRECE SIEMPRE


    “Acerca del amor fraterno, no hace falta que os escriba, porque Dios mismo os ha enseñado a amaros los unos a los otros; y así lo hacéis con todos los hermanos de Macedonia. Sin embargo os exhortamos, hermanos, a seguir progresando: esforzaos por vivir con tranquilidad, ocupándoos de vuestros asuntos y trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos mandado” (1 Tes. 4, 9-11).


    El apóstol Pablo reconoce en los tesalonicenses un don recibido: el amor fraterno. No es un amor nacido de la carne ni de los afectos puramente humanos, sino una enseñanza interior de Dios mismo, escrita en sus corazones. Ellos han aprendido de Dios a amarse, y ese aprendizaje se hace visible en el trato concreto con sus hermanos, en la acogida sincera, en la ayuda mutua, en el perdón y en la generosidad. Pero el apóstol no se conforma con lo alcanzado; los exhorta a progresar siempre más, porque el amor no tiene medida y no admite estancamiento. El verdadero amor nunca se da por concluido, sino que crece, se renueva, se purifica cada día. Amar mejor es ya amar más; y esforzarse, al menos, por amar mejor, es ya comenzar a crecer en el amor.


    San Pablo añade también una indicación práctica que sorprende: vivir con tranquilidad, ocuparse de los propios asuntos, trabajar con las propias manos. No está contraponiendo esto al amor fraterno, sino mostrando cómo se sostiene y se hace fecundo. El amor fraterno no es un sentimentalismo, ni un buenismo, ni una agitación desordenada. El amor verdadero se alimenta de una vida sencilla y fiel, en la que cada uno asume su responsabilidad y cumple con sus deberes. En esa vida ordenada, serena, laboriosa, el amor se mantiene puro y creíble, porque se arraiga en gestos concretos, en la disponibilidad para servir, en la paciencia que sabe esperar, en la constancia que no busca brillar sino construir. El amor de Dios en nosotros se hace visible no solo en palabras, sino en la forma de vivir cada día.


    Jesús, enséñame a crecer en el amor fraterno. Haz que no me conforme nunca con lo ya alcanzado, sino que me esfuerce siempre en amar mejor, porque así aprenderé a amar más. Que mi vida sencilla y mi trabajo cotidiano sean terreno donde se enraíce y crezca el amor que Tú mismo has sembrado en mi corazón. Amén.

viernes, 29 de agosto de 2025

LA GRANDEZA SEGÚN DIOS


    “Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: ‘Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista’. El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre” (Mc. 6, 25-28).


    Hoy la Iglesia celebra la fiesta del martirio de san Juan Bautista. La liturgia honra de este modo, con dos celebraciones distintas, al único santo cuyo nacimiento y muerte se conmemoran de manera especial: el 24 de junio, su nacimiento, y el 29 de agosto, su martirio. Él es el “más grande de los nacidos de mujer”, según la palabra de Jesús; no por haber alcanzado una gloria humana, sino por haber sido el testigo fiel que preparó los caminos del Señor. Fue la voz recia que gritó en el desierto: no caña que se dobla por el viento, sino árbol fuerte que no se inclina ante las presiones del mundo. Desde niño o adolescente vivió en el desierto, buscando en su silencio y austeridad la claridad necesaria para escuchar la llamada de Dios. De allí salió hacia el Jordán para verse rodeado de multitudes que buscaban conversión y penitencia en el bautismo al que él invitaba.


    En este día resplandece la grandeza de un hombre que vivió para señalar a Otro, que no retuvo discípulos para sí, sino que los envió a Jesús diciendo: “He ahí el Cordero de Dios”. Su humildad fue su gloria; así manifestó su deseo: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar”. Su valentía fue su corona: no se calló ante los escándalos de Herodes, aun sabiendo que su vida peligraría. Y en esa fidelidad hasta el martirio se convirtió en el testigo supremo de la Verdad. Celebrar hoy su muerte es celebrar la victoria de la luz sobre las tinieblas, la fuerza de Dios que se manifiesta en la debilidad humana, la alegría de saber que vale la pena dar la vida por Cristo. 


    Termino haciendo constar con gratitud que, en esta misma fiesta, hace setenta años, recibí el santo bautismo: aquel día me convertí en discípulo de Cristo, y mi vida quedó marcada para siempre con el sello de su gracia.


    Señor Jesús, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo: un día san Juan Bautista te señaló entre los hombres y te entregó su vida para ser testigo de la Verdad. Hazme fuerte en la fe, humilde en el servicio y valiente en la entrega, para que mi vida, como la suya, hable siempre de ti. Amén.

jueves, 28 de agosto de 2025

EL CORAZÓN ENCENDIDO


    “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por de fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no existiesen en Ti, nada existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz” (Confesiones X, 27).


    Hoy es la fiesta de san Agustín de Hipona (354-430). Ayer celebrábamos a la madre, santa Mónica; hoy celebramos al hijo. En este texto bellísimo y muy conocido de las Confesiones, Agustín lanza un verdadero grito de amor y de conversión. Reconoce con una sinceridad desarmante que la felicidad la buscaba en las criaturas, es decir, fuera de sí, y que estaba ciego para reconocer la presencia de Dios en su propia intimidad. Estaba muy atraído por las bellezas del mundo, pero estas bellezas le distraían y lo apartaban de la fuente de toda la belleza, que es Dios.


    En esta confesión, si se han dado cuenta, Agustín habla de los sentidos interiores: el oído que se abre a la voz de Dios, la vista que se ilumina con su luz, el olfato que percibe el perfume del Espíritu, el gusto que saborea la dulzura divina, el tacto que se enciende al ser tocado por Él. Es como un despertar del alma entera, un renacer de lo profundo, donde el ser humano descubre que no solo tiene sentidos corporales, sino también sentidos espirituales capaces de captar y gustar a Dios. La vida cristiana, en el fondo, consiste en dejar que estos sentidos interiores se agudicen, se limpien y se llenen de Él.


    Cuando el Señor se hizo presente en su vida con fuerza, todo cambió. Se despertaron sus sentidos interiores y su corazón se encendió en el más puro deseo; finalmente encontró en Dios la paz que tanto había buscado.


    Jesús, Tú que encendiste el corazón de san Agustín, enciende también el mío. No permitas que me distraigan las bellezas caducas del mundo, sino que en Ti encuentre la verdadera hermosura, la vida y la paz. Amén.

miércoles, 27 de agosto de 2025

UN HIJO PARA DIOS


    “Mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres. Ella dijo: ‘Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?’” (San Agustín, Confesiones, IX). 


    La escena de la conversación en el balcón de la casa donde se alojaban en el puerto de Ostia, entre san Agustín y su madre santa Mónica, cuya fiesta hoy celebramos, es de una hondura espiritual única. Una madre que, al final de su camino, no pide para sí misma larga vida ni gloria alguna, sino que expresa la alegría de ver a su hijo íntimamente unido a Dios. En el corazón de una madre cristiana la mayor satisfacción es haber dado la vida a su hijo y, sobre todo, haber consagrado toda su existencia para que alcance la vida eterna. Mónica supo esperar, con paciencia y oración, durante muchos años; vio a Agustín extraviarse en los halagos del mundo, en la soberbia del saber y en los placeres de la carne. Pero nunca dejó de suplicar a Dios por él. Y cuando por fin lo contempló convertido, pudo morir en paz.


    Hoy, en cambio, no pocas familias, incluso cristianas, fijan metas muy distintas para sus hijos. Aspiran a que tengan títulos académicos, buena posición social, sueldos elevados, prestigio, riquezas o fama. Y aunque nada de eso es malo en sí mismo, cuando se convierte en lo principal, acaba siendo un horizonte estrecho y engañoso. Santa Mónica nos recuerda que la verdadera meta no está en el éxito pasajero, sino en los valores de la fe, en la vida de la gracia, en el horizonte de vida eterna que da sentido a todo lo demás. No hay herencia más grande para unos hijos que la fe sólidamente transmitida y el ejemplo luminoso de una vida entregada a Dios.


    Señor Jesús, Tú que escuchaste las súplicas de santa Mónica y concediste la conversión de su hijo Agustín, concede a todas las madres cristianas esa misma fe perseverante y ardiente. Haz que nunca desfallezcan en la oración por sus hijos y que puedan gozar un día de verlos contigo en la eternidad. Amén.