jueves, 25 de septiembre de 2025

UN DIOS OLVIDADO


    “Este pueblo anda diciendo: ‘No es momento de ponerse a construir la casa del Señor’. La palabra del Señor vino por medio del profeta Ageo: ‘¿Y es momento de vivir en casas lujosas mientras que el templo es una ruina? Ahora pues, esto dice el Señor del universo: Pensad bien en vuestra situación. Sembrasteis mucho y recogisteis poco; coméis y no os llenáis; bebéis y seguís con sed; os vestís y no entráis en calor; el trabajador guarda su salario en saco roto’” (Ag. 1,2-6).


    La primera lectura de la misa de hoy es del profeta Ageo, el cual levanta su voz en medio de un pueblo solo preocupado por sus intereses materiales, olvidado de Dios. Ellos habían regresado del destierro y, en lugar de reconstruir el Templo, habían centrado sus esfuerzos en asegurar su bienestar. El resultado, sin embargo, es un vacío interior: trabajan mucho, pero recogen poco; buscan saciarse, pero nunca quedan satisfechos. Cuando Dios es olvidado, incluso las cosas buenas de esta vida pierden su sabor.


    Este pasaje es sorprendentemente actual. Vivimos en una sociedad que multiplica bienes y comodidades, pero al mismo tiempo crece la sensación de insatisfacción entre la gente. El consumo se convierte en una carrera sin meta y la felicidad se escapa como agua entre las manos. Nos parecemos demasiado a aquel pueblo: guardamos el salario en saco roto, porque nos falta lo esencial, la presencia de Dios. Solo Él da sentido a los esfuerzos, hace verdaderamente fecundo el trabajo, llena de paz el corazón y ordena las prioridades de la vida.


    La llamada de Ageo es clara: “Pensad bien en vuestra situación”. El profeta nos invita a detenernos, a reflexionar, a reconocer que sin Dios nuestra vida se convierte en una ruina, por más lujosas que sean las casas que habitemos, por más delicados y ecológicos los alimentos que tomemos, por más cómodas y elegantes las ropas que vistamos. Levantar la casa del Señor en nuestro corazón, en nuestra familia, en nuestra sociedad, no es algo secundario: es la condición imprescindible para que todo lo demás florezca. ¿Cuándo seremos capaces de creerlo de verdad?


    Señor, abre nuestros ojos para reconocer que sin ti todo es vacío. Danos la gracia de volver a ti, de levantar en nuestra vida tu templo, de ponerte en el centro de nuestras familias y de nuestra sociedad. Haz que no vivamos como mendigos: saciados de cosas pero pobres de ti, sino como hijos que encuentran en ti su riqueza y su descanso. Amén.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

MERCED DE DIOS

    “Ni hay palabras para expresar hasta qué punto el mundo es deudor a María; porque a esta Señora, toda suerte de personas y todo género de estados le deben lo que son, como a principio de su restauración. ¿En qué hubiera parado el mundo, si María no hubiera estado de por medio? (…) Verdad es que, en decir ‘es nuestra Madre e Inspiradora de nuestra Orden’ se dice todo. Que como en el título de Madre de Dios se dice cuanto el cielo pudo darla, con el título de ‘Madre nuestra’ decimos cuanto nos ha podido conceder.” (Fray Melchor Rodríguez de Torres, Ejercicios de vida espiritual, c. 10).


    La Virgen de la Merced es el signo más hermoso de que Dios no abandona nunca a los suyos. Ella es prenda de misericordia, alivio para los que sufren y puerta abierta hacia la verdadera libertad. Allí donde hay cadenas que aprisionan el corazón, María tiende sus manos para llevarnos a Cristo, que es el único que salva. Su presencia a lo largo de la historia ha sido refugio para los oprimidos y esperanza para los que no encontraban salida.


    La Virgen de la Merced está también en la raíz de una gran obra de misericordia en la Iglesia: la Orden de la Merced, fundada en España por san Pedro Nolasco para redimir cautivos, para devolver la libertad a tantos hombres y mujeres encadenados en los calabozos de la esclavitud. Esa misión histórica sigue viva en el carisma mercedario, que nos recuerda que la fe no es indiferente ante la opresión. Y yo mismo confieso que le guardo una entrañable devoción, porque en el mismo día de mi bautismo fui consagrado a la Virgen de la Merced por deseo de mi familia. Esa consagración primera se ha convertido para mí en un lazo que me une de manera especial a esta advocación. No es solo un recuerdo familiar, sino la conciencia de que María ha estado presente desde el inicio de mi vida cristiana, acompañando mi camino.


    Celebrar hoy su memoria es reconocer que todos estamos necesitados de liberación: de la esclavitud del pecado, de los distintos vicios que inundan nuestro mundo, quitando la libertad a los hombres de este siglo XXI, de las ataduras del egoísmo, de los miedos que nos encadenan por dentro. María de la Merced nos recuerda que ninguna prisión es definitiva cuando Dios actúa, y que su amor maternal sigue intercediendo para que cada uno de nosotros experimente la salvación de Cristo.


    María Santísima de la Merced, Señora de la misericordia y del consuelo, mira nuestras cadenas y ven a liberarnos. Acompaña a los que sufren, da esperanza a los cautivos, abre caminos de gracia donde todo parece cerrado. Llévanos a tu Hijo Jesús, para que en Él encontremos la verdadera libertad y la alegría de la salvación. Amén.

martes, 23 de septiembre de 2025

UN CRUCIFICADO DEL SIGLO XX


    “El alma, si quiere reinar con Cristo en la gloria eterna, ha de ser pulida con golpes de martillo y cincel, que el Artífice divino usa para preparar las piedras, es decir, las almas elegidas. ¿Cuáles son estos golpes de martillo y cincel? Hermana mía, las oscuridades, los miedos, las tentaciones, las tristezas del espíritu y los miedos espirituales, que tienen un cierto olor a enfermedad, y las molestias del cuerpo. Dad gracias a la infinita piedad del Padre eterno que, de esta manera, conduce vuestra alma a la salvación. ¿Por quéll no gloriarse de estas circunstancias benévolas del mejor de todos los padres? Abrid el corazón al médico celeste de las almas y, llenos de confianza, entregaros a sus santísimos brazos: como a los elegidos, os conduce a seguir de cerca a Jesús en el monte Calvario.” (San Pío de Pietrelcina, Escritos).


     Hoy celebramos la fiesta de San Pío de Pietrelcina (1887-1968), el gran santo estigmatizado, profeta del siglo XX y testigo luminoso de Cristo crucificado. Durante más de cincuenta años llevó en su cuerpo las llagas de Jesús, y en su alma compartió los sufrimientos del Señor con una entrega que conmovía a todos los que lo conocían. Fue un humilde fraile capuchino -se definía a sí mismo como “un fraile que reza”- y confesor incansable, al que acudían multitudes en busca de reconciliación y consuelo.


    El texto que hemos leído refleja con exactitud lo que fue su propia vida: un alma golpeada por el cincel de Dios, purificada en la prueba y moldeada en la cruz. Sus enfermedades físicas, sus noches oscuras, las incomprensiones e incluso las persecuciones que sufrió dentro y fuera de la Iglesia, todo lo aceptaba como martillazos del Artífice divino que lo configuraban cada vez más con Cristo. Así, su vida entera fue un taller de santidad en el que la gracia actuó con fuerza.


    San Pío nos enseña a reconocer en las pruebas de cada día una oportunidad para dejarnos esculpir por el amor de Dios. Aunque nos asalten tentaciones, caídas, fracasos, enfermedades o tristezas, podemos mirar al crucifijo y descubrir que en cada golpe de cincel está escondido un misterio de misericordia. Como él, estamos llamados a confiar en el “médico celeste de las almas” y a ponernos en sus manos con total abandono.


    Jesús crucificado, Tú que formaste en San Pío un vivo reflejo de tu Pasión para los hombres de nuestro tiempo, enséñanos a aceptar con confianza los golpes de cincel que nos da la vida. Que las pruebas no nos aparten de ti, sino que nos unan más estrechamente a tu Corazón, hasta que lleguemos a reinar contigo en la gloria. Amén.

lunes, 22 de septiembre de 2025

LÁMPARAS ENCENDIDAS


    “Nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse ni nada secreto que no llegue a saberse y hacerse público. Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener” (Lc. 8, 16-18).


    El conocimiento del Evangelio y de la doctrina cristiana no sirve de nada si permanece escondido. Encender la lámpara y colocarla en el candelero no significa presumir de fe ni exhibirse vanidosamente como creyente; significa dejar que la luz de Cristo ilumine nuestras obras y que nuestra vida se mantenga en plena coherencia con lo que creemos. Solo así quienes nos rodean verán la claridad de la fe y encontrarán en ella orientación y consuelo. Además, acoger el don es la primera forma de agradecerlo. 


    El Señor añade: “Nada hay oculto que no llegue a descubrirse”. Puede entenderse en la misma línea: si intentamos aparentar una virtud que no poseemos, tarde o temprano se descubrirá la falsedad de nuestro corazón. No basta con parecer iluminados: la lámpara interior ha de estar realmente encendida. También puede entenderse en sentido más amplio: nada está oculto para Dios ni para la multitud de los ángeles y bienaventurados del cielo. Vivimos siempre bajo la mirada de una inmensa asamblea que contempla nuestra carrera (Hb. 12,1).


    Por último, Jesús pronuncia un aforismo decisivo: “Al que tiene se le dará; al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener”. La vida cristiana encierra un poderoso dinamismo de crecimiento. Las virtudes crecen o se desarrollan cuando se ejercitan. La fe, la esperanza, el amor… la gracia misma, se acrecientan en la medida en que nos abrimos al don de Dios. El secreto está en la gratitud: reconocer los dones recibidos nos hace capaces de recibir más. Quien agradece, crece; quien se encierra en sí mismo, termina perdiendo hasta lo que pensaba tener.


    Señor Jesús, Tú que eres la Luz verdadera y la fuente misma de toda luz, mantén encendida la lámpara de nuestra fe. Haz que vivamos con coherencia y gratitud, para que nuestras obras reflejen la claridad de tu Evangelio y nos puedas abrir cada día a nuevas gracias. Amén.

domingo, 21 de septiembre de 2025

QUE TODOS SE SALVEN…


    “Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos; este es un testimonio dado a su debido tiempo y para el que fui constituido heraldo y apóstol –digo la verdad, no miento–, maestro de las naciones en la fe y en la verdad. Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones” (1 Tim. 2, 3-8).


    Continuamos este domingo teniendo una lectura de la primera carta de San Pablo a su hijo Timoteo. Y lo primero que resalta en este pasaje es la voluntad universal de salvación: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. No se trata de una oferta limitada a unos pocos, sino de un designio abierto a toda la humanidad. Y el camino de esa salvación está claramente señalado: Jesucristo. Él mismo lo dijo en el Evangelio de san Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí” (Jn. 14, 6). No hay otro mediador: solo Cristo, el Hijo hecho hombre, entregado en rescate por todos.


    San Pablo, consciente de este misterio, no se mira a sí mismo, sino al Señor a quien anuncia. Por eso reivindica su papel de apóstol y maestro de las naciones: no por importancia personal, sino porque le ha sido confiada la misión de proclamar la verdad. Él es heraldo de una salvación que no nace de él, sino de Cristo. En esa claridad Pablo encuentra su identidad: ser enviado a todos para predicar la fe y la verdad.


    De ahí que la exhortación final nos interpele también hoy: orar en todo lugar, alzando manos limpias, sin ira ni divisiones. La oración auténtica no se mide por la elocuencia, sino por la pureza del corazón y la reconciliación con los hermanos. Así la Iglesia prolonga el deseo de Dios: que todos sean salvados, que todos lleguen a la verdad en Cristo, único mediador.


    Señor Jesús, Tú que eres el único mediador entre Dios y los hombres, fortalece nuestra fe en ti, abre nuestro corazón al deseo de la unidad y enséñanos a orar con manos limpias, sin divisiones, para que nuestra vida sea testimonio de la salvación que Tú ofreces a todos. Amén.

sábado, 20 de septiembre de 2025

LA FUERZA PARA LLEGAR


    “Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Tim. 6, 13-16).


    San Pablo le recuerda a Timoteo el testimonio de Jesús ante Pilato. El Señor no se defendió a sí mismo, sino que confesó la verdad de Dios como único Señor y fuente de toda vida. Ese testimonio lo selló luego con su muerte en la cruz. Por eso, la exhortación a Timoteo tiene la máxima seriedad: se trata de guardar el mandamiento del Evangelio con fidelidad y sin reproche, a la espera de la manifestación gloriosa del Señor.


    El joven Timoteo, al que Pablo llama “su hijo”, había sido recogido y educado por él, y lo acompañó en viajes y misiones. A ese muchacho convertido en colaborador, el apóstol no solo le anima, sino que le ordena con toda seriedad que persevere hasta el final. Porque lo difícil no es comenzar, sino terminar: emprender un camino puede ser fácil, concluirlo exige constancia; iniciar un proyecto entusiasma, pero llevarlo hasta la meta es lo arduo; empezar a escribir un libro es divertido, pero terminarlo puede ser estresante. Así también en la vida cristiana: lo decisivo es la perseverancia, mantenerse fieles hasta la parusía, la venida gloriosa del Señor.


    Y sin embargo, hasta la misma perseverancia es gracia. Nadie llega al final solo con sus propias fuerzas: se llega sostenido por Aquel que es el único inmortal, que habita en una luz inaccesible. De ahí brotará la humildad que debe adornar al creyente: de pedir la gracia de ser constantes, de guardar sin mancha el Evangelio recibido, de vivir con la mirada puesta en Cristo que volverá como Rey de reyes y Señor de los señores.


    Señor Jesús, Tú que diste buen testimonio ante Pilato y permaneciste fiel hasta la Cruz, concédenos la gracia de la perseverancia. Haz que sepamos guardar tu Evangelio sin mancha, vivirlo con alegría hasta el final de nuestra vida, y esperar con confianza el día en que te manifestarás en gloria. Amén.

viernes, 19 de septiembre de 2025

DISCÍPULAS


    “Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes” (Lc. 8, 1-3).


    El Evangelio de la misa de hoy nos muestra un detalle importante de la vida pública de Jesús: no caminaba solo. Los Doce, ya lo sabíamos, le acompañaban siempre; pero también un grupo de mujeres. Y en este dato, aparentemente sencillo, descubrimos la riqueza de modos diversos en que se configuró el discípulado del Señor. Algunas mujeres lo  siguieron sin abandonar su ámbito familiar, como las hermanas Marta y María de Betania, que cuidaban a su hermano Lázaro y acogían en su casa a Jesús cuando viajaba a la cercana Jerusalén. La Santísima Virgen misma continuó viviendo en Nazaret, aunque su Hijo recorría los caminos. Ellas fueron discípulas en la vida doméstica, siguiendo al Señor desde la casa, con una fidelidad silenciosa y firme.


    Pero hubo también otras mujeres que optaron por dejar atrás su hogar para lanzarse a la inseguridad de los caminos, como lo hacían muchos discípulos varones. Estas no fueron enviadas a predicar, pero servían personalmente a Jesús, cuidaban de sus necesidades y le acompañaban con un amor servicial, concreto y fiel. El Evangelio cita los nombres de algunas: María Magdalena, Juana, Susana… y añade “otras muchas”. Algunas de ellas incluso sostenían con sus propios bienes a Jesús y a sus discípulos, aportando ese toque femenino de delicadeza y dulzura que acompañó la vida cotidiana del Señor.


    Así, la Iglesia reconoce en estas mujeres dos maneras de discipulado: la de quienes permanecen en casa, siguiendo a Jesús desde la familia, en un ámbito seglar; y la de quienes se exponen a la aventura de los caminos, apoyando directamente a Jesús en su misión. Ambas formas son verdaderas y fecundas, y en ellas se revela la fuerza del amor agradecido que brota de la experiencia del perdón y la sanación.


    Señor Jesús, Tú que aceptaste ser servido con cariño y generosidad por tantas mujeres en tu vida terrena, enséñanos a descubrir en nuestra vocación cotidiana el modo concreto de seguirte. Haz que te sirvamos con amor, desde la vida familiar o desde el camino abierto de la misión, y que nunca falte en tu Iglesia esa fidelidad agradecida que sostiene tu obra. Amén.

jueves, 18 de septiembre de 2025

RESPUESTA SIN PREGUNTA


    “Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: ‘Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora’. Jesús respondió y le dijo: ‘Simón, tengo algo que decirte’. Él contestó: ‘Dímelo, Maestro’. Jesús le dijo: ‘Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?’” (Lc. 7, 39-42).


    A veces nos quejamos de que hay preguntas que no tienen respuesta. Pero, en el Evangelio de la misa de hoy, ocurre justamente lo contrario: una respuesta sin que haya mediado pregunta. Se sitúa en la casa de un fariseo, donde Jesús ha sido invitado a comer. En la escena irrumpe una mujer conocida como pecadora, que se acerca a Él con lágrimas y perfume, mientras le unge los pies y los besa. La actitud de esta mujer desconcierta al dueño de la casa, que en su interior murmura contra el Señor.


    El Evangelio nos dice que “Jesús respondió”: aun cuando Simón no había pronunciado palabra. Ahí se descubre la revelación central de este pasaje: Cristo conoce lo más íntimo del hombre, su corazón; penetra hasta sus pensamientos más ocultos, y lo hace no para condenar, sino para salvar. El fariseo había comenzado a dudar de Jesús, convencido de que no era un profeta, pues —según él— ignoraba quién le tocaba. Y sin embargo, Jesús le demuestra ser profeta precisamente respondiendo a sus pensamientos secretos. Lo sorprendente es que Jesús no se limita a defender la dignidad de aquella mujer, sino que busca rescatar también al fariseo. La mujer está ya salvada por el amor con que se acerca arrepentida; ahora se trata de abrir también el corazón de Simón a la misericordia.


    La parábola de los dos deudores ilumina toda la escena: el perdón y el amor van unidos. A quien mucho se le perdona, mucho ama; y quien mucho ama, recibe con más abundancia el don del perdón. Así Jesús señala lo esencial: lo que define a la mujer no es su pasado de pecado —pasado en que el fariseo querría encerrarla— sino su presente de amor. Donde el fariseo solo ve un defecto, Cristo descubre una vida transformada por la gracia. Como vemos, es puro Evangelio, buena noticia para nosotros.


    Señor Jesús, Tú que conoces nuestros pensamientos más secretos, entra también en nuestro corazón, rescátanos de nuestras dudas y de nuestras resistencias, y enséñanos a vivir como aquella mujer arrepentida y perdonada, con amor agradecido y confiado. Haz que sepamos perseverar en el bien, y que nuestra vida, transformada por tu perdón, sea testimonio de tu misericordia para todos. Amén.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

ORACIÓN DEL TOPACIO


    “Oh Dios, que eres glorificado en todo y por todo. En tu gran honor no me rechaces, sino que por tu gran bondad fortaléceme, sosténme y protégeme con tu bendición” (Santa Hildegarda de Bingen, Oración del topacio).

    La Iglesia celebra hoy, día 17 de septiembre, la memoria de Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), cuya canonización fue ratificada por el papa Benedicto XVI, quien asimismo la declaró doctora de la Iglesia universal. A ella pertenece la súplica con la que abrimos esta entrada, y que recito cada día desde hace años. Es conocida como Oración del topacio porque, en sus escritos, al tratar de las propiedades espirituales de diversas piedras, vinculó estas palabras al topacio imperial, signo de claridad y firmeza interior.


    La invocación comienza en clave de alabanza: Dios es glorificado “en todo y por todo”, es decir, en la totalidad de lo creado y también en la historia concreta que vivimos. Desde esa contemplación se eleva una súplica confiada: no ser rechazados, sino fortalecidos, sostenidos y protegidos por la bendición divina. Hildegarda nos educa así en una oración muy sencilla y, a la vez, honda: adorar primero, para pedir después; mirar la gloria de Dios en el universo, para abrirle el corazón en la pobreza propia.


    Esta petición coincide con la promesa de Cristo a los cansados: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt. 11,28). La bendición pedida no es un adorno piadoso, sino una fuerza real que sostiene al débil, ayuda a perseverar en el bien y guarda el camino del creyente. Resuena también la antigua bendición de Israel: “El Señor te bendiga y te proteja; ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm. 6,24-26). En la Oración del topacio, estas promesas se vuelven ruego insistente y personal.


    Hildegarda —que contempló la creación como un cántico de vida (habla de la viriditas, el “verdor” de Dios que puede ser participado por el hombre)— nos recuerda que todo puede transparentar la gracia: la luz, las piedras preciosas, el transcurso del tiempo, nuestra frágil historia... Cuando el alma se deja amparar por la bondad divina, tan cantada por Hildegarda, entra en la verdadera paz: no la de las seguridades humanas, sino la que desciende de lo alto y lo transforma todo. Así, quien bendice y es bendecido aprende a vivir en Dios y a reflejar su gloria en lo pequeño de cada día.

    ¡Que el Señor nos bendiga a todos, en este día en que recordamos a su santa doctora!



martes, 16 de septiembre de 2025

CAMINO DE DOLOR Y SOLEDAD


    “Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: ‘No llores’” (Lc. 7, 11-13).


    En el Evangelio de la misa de este martes, observamos cómo Jesús y la mujer viuda de Naín recorren caminos opuestos: Él se dirige hacia un lugar donde viven personas, la ciudad de los vivos; ella, en cambio, avanza hacia la ciudad de los muertos. Es viuda, ha perdido a su esposo, y ahora le ha sido arrebatado el hijo único. La muchedumbre la rodea, pero eso no le evita experimentar una soledad desgarradora. Su dolor es terrible, afilado como un puñal, y por eso, al verla, a Jesús se le conmovieron las entrañas. Tal vez en ese momento pensó en su propia Madre, que también un día lloraría la pérdida de su Hijo único.


    El encuentro tiene lugar en el camino, como tantos otros en el Evangelio de san Lucas. Y Jesús no la saca de ese sendero de dolor, pero cambia su rumbo: con una sola palabra —“No llores”— abre una posibilidad nueva. No es un consuelo vacío, sino una palabra que realiza lo que dice, una palabra que lleva dentro la fuerza de la vida, una palabra que tiene que ser creída. Y así, al pronunciarla, se prepara el milagro: devolver el hijo a su madre, transformar lágrimas en gozo, soledad en esperanza, muerte en vida. Porque Jesús revela en cada hecho, en cada palabra —palabras que nos tienen también a nosotros por destinatarios— la Salvación que Dios ofrece.


    Señor Jesús, también tú sales a nuestro encuentro en nuestros propios caminos oscuros, cuando sentimos la soledad y el peso de fracasos y muertes que parecen definitivas. Haz que creamos en tu Palabra, que nos dejemos sostener por ti, y que en nuestro dolor descubramos que Tú eres siempre el caminante a nuestro lado que nos devuelve la esperanza. Amén.

lunes, 15 de septiembre de 2025

STABAT MATER DOLOROSA


    “Por los pecados del mundo, vio a Jesús en tan profundo tormento la dulce Madre. Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre. ¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Y que, por mi Cristo amado, mi corazón abrasado más viva en él que conmigo. Y, porque a amarle me anime, en mi corazón imprime las llagas que tuvo en sí. Y de tu Hijo, Señora, divide conmigo ahora las que padeció por mí. Hazme contigo llorar y de veras lastimar de sus penas mientras vivo; porque acompañar deseo en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo” (Secuencia de la Misa de Nuestra Señora de los Dolores).


    Hoy la Iglesia contempla a María como Madre Dolorosa, de pie junto a la Cruz, testigo silencioso y fiel de la Pasión de su Hijo. En Ella se cumple lo que había profetizado Simeón: “una espada te traspasará el alma”. La liturgia pone en nuestros labios la antigua secuencia que, entre lágrimas y súplicas, nos invita a unirnos a sus dolores. En tiempos de tantas protestas violentas, de odios salvajes e irracionales, nos sorprende ver cómo María no protesta, no grita, no clama contra la injusticia. Tampoco se aleja, ni mucho menos huye: permanece firme, abrazada al misterio humanamente incomprensible de la Cruz. En su silencio, sufre con Jesús, y en su compasión se convierte en Madre nuestra, compartiendo con nosotros las llagas de Cristo.


    Al invocar a la Virgen Dolorosa pedimos la gracia de no vivir una fe superficial, sino de dejarnos marcar por las llagas del Crucificado. Llorar con María no es sólo sentir compasión, sino entrar en la hondura de un amor que transforma el dolor en redención. Quien contempla los dolores de la Madre aprende a permanecer fiel en la hora de la prueba, y a reconocer en el sufrimiento un lugar donde se enciende el amor más puro.


    Madre Dolorosa, déjame acompañarte o, mejor aún, acompáñame Tú misma junto a la Cruz de tu Hijo; imprime en mi corazón las huellas de sus llagas, y haz que mi amor se confunda con el tuyo, para que viviendo y muriendo a tu lado, no me aparte nunca de Jesús. Amén.

domingo, 14 de septiembre de 2025

LA HERIDA LUMINOSA


    “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree tenga por Él vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3,14-16).


    El misterio de la Cruz se anuncia ya en un episodio de la historia de Israel. Cuando el pueblo, quejoso, cansado y rebelde, fue mordido por las serpientes en el desierto, el Señor mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce. “Si alguno era mordido y miraba a la serpiente, quedaba con vida” (Nm. 21,9). Aquel signo, que era figura profética, se cumple en plenitud en Cristo. Nosotros, mordidos por el veneno del pecado, recibimos la salvación cuando alzamos los ojos a Jesús crucificado. En la Cruz se concentra todo el misterio de nuestra fe: allí donde pareció triunfar la muerte, germina la vida; donde se alza la más brutal ignominia, resplandece la más excelsa gloria; donde hay condena, brota la misericordia. La Cruz, desde fuera, es fracaso y escándalo; desde dentro, mirada con fe, es árbol de vida y fuente de sanación.


    San Pablo, en el himno de la carta a los Filipenses, contempla este misterio con hondura: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres; y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp. 2,6-8). Por esa humillación fue exaltado sobre toda criatura, y el Padre le dio “el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp. 2,9). El abajamiento de Cristo no termina en oscuridad, sino en plenitud; no concluye en la muerte, sino en vida eterna. La Cruz es la puerta abierta hacia la gloria, el camino real que conduce al Reino, el signo definitivo del amor que no se guarda nada para sí.


    Por eso, el madero de la Cruz, que debía ser final de una historia y derrota, se ha convertido en principio y victoria. Allí se revela el rostro del Dios verdadero, que salva no desde el poder humano, sino desde el amor entregado hasta el extremo. La Cruz es la paradoja luminosa del cristianismo: del dolor brota el consuelo, de la herida mana la gracia, de la muerte nace la vida.


    Señor Jesús, enséñame a no huir de tu Cruz, sino a reconocer en ella el lugar de tu amor sin medida. Que en mis sufrimientos y oscuridades descubra la certeza de tu victoria, y que, al levantar mis ojos hacia ti, encuentre siempre la vida eterna. Amén.