En cierta ocasión una persona se me quejaba con amargura de sus muchas experiencias de derrota. En su particular “combate de la fe” le parecía que siempre llevaba la peor parte. En concreto enumeraba tantos buenos propósitos que había incumplido; tantas ocasiones de merecer que había desperdiciado; tantas tentaciones en las que había caído con lúcida conciencia; tantos autoengaños que había aceptado para justificarse ante sí y ante los demás...
Toda su vida espiritual le parecía un erial en el que no alentaba la vida, un inútil esfuerzo, un “quiero pero no puedo” y, a veces, hasta un simple “no quiero”. Por eso, muy desanimada, comenzaba a preguntarse si merecían la pena sus esfuerzos cuando alcanzaban tan poco fruto. Más aún, la fatiga del combate, unida a tan desalentadores resultados, la hacían vacilar ante el sentido de muchas cosas que en otro tiempo aceptaba como indiscutibles, como por ejemplo el sacramento de la reconciliación.
Además de consolar a esta persona me pareció que la situación podría ser lo suficientemente usual y grave como para que mereciera la pena hacer una reflexión que ayudara a otras personas en sus mismas circunstancias.
Me gusta recordar lo que dice Job que ha de ser la vida del creyente: "¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra?" (Jb.7,1 ). Y cómo Pablo en la carta a los Efesios afirma que nuestros enemigos son terribles e invisibles, no sólo “la carne y la sangre” sino “los Principados”, “las Potestades”, “los Dominadores de este mundo tenebroso”, “los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef. 6,12).
Ciertamente, ante semejantes adversarios no es difícil que nos invada el desánimo. Recordemos cómo, en el episodio de los discípulos de Emaús (Lc.24,1 ss), se reflejan unas actitudes que muy bien podrían ser las mismas nuestras: tristeza y dolor profundo, soledad, desencanto, ceguera...
Es la sensación de que no podemos, de que no somos capaces, de que la tarea supera con mucho nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, hemos de buscar la respuesta y la ayuda en la Palabra de Dios.
Hay un versículo de un salmo que nos puede dar la clave. En él su autor suplica: "Pelea, Señor, contra los que me atacan; guerrea contra los que me hacen guerra" (Sal. 34,1).
El salmista presupone una situación conflictiva, de lucha. Pero hace una afirmación sorprendente: la pelea debe ser el Señor quien la libre; es Él quien debe guerrear contra mis enemigos: las tentaciones que me asaltan y las pasiones que me dominan. Su petición es una aceptación confiada de la propia y radical debilidad, de la pobreza e incapacidad de la naturaleza humana; y al mismo tiempo un grito de confianza.
Hay una lógica profunda en esta invocación; si mi vida es del Señor, si realmente yo se la entregué en mi bautismo, y renuevo diaria y conscientemente mi consagración a Él, entonces mis problemas ¡no son mis problemas!: son problemas del Señor.
Él me ha aceptado con mis virtudes y capacidades, pero también con mis defectos y debilidades, ¡con todo! Me conocía perfectamente: sabía lo que hacía y lo que podía esperar de mí al aceptarme.
Para expresar que su confianza estaba toda en el Señor, los israelitas hacían una curiosa promesa, una extraña profesión de fe, por medio del profeta Oseas: "no montaremos más ya a caballo" (Os.14,4); es decir, renunciaban a usar esa poderosa arma de guerra que era el caballo, animal extraño en la vida cotidiana de Israel, para esperar que su defensa y salvación viniera totalmente de Dios.
¿Por qué no podríamos hacer nosotros lo mismo? ¿No avanzaríamos mucho más si dejáramos la responsabilidad de nuestra defensa en sus manos, más que en las propias fuerzas? ¿No nos sería más eficaz suplicar como Moisés (Ex.17,9-13), que combatir empuñando personalmente las armas?
Y puesto que celebramos con gozo en cada Santa Misa que Jesús rompió definitivamente las ataduras del pecado y de la muerte, podemos continuar rezando con el mismo salmo: "Levántate y ven en mi auxilio...; di a mi alma: yo soy tu victoria" (Sal. 34, 2-3).