jueves, 4 de diciembre de 2025

REVERENCIA INTERIOR


    Hay gestos que, cuando se hacen deprisa, pierden su alma. Podemos inclinarnos ante el sagrario o hacer la señal de la cruz antes de la proclamación del evangelio, pero, si el corazón no acompaña, esos gestos se vacían por dentro. La reverencia no es un ritual aprendido ni una pura urbanidad religiosa, sino la manera en que el alma se sitúa ante Dios: con amor, con asombro, con humilde conciencia de su Presencia.


    Cuando uno se reconoce delante del Señor, todo se ordena: se serenan los pensamientos, la respiración encuentra su ritmo, la mirada deja de divagar y quizá se cierran solos los ojos. Es el momento en que nace espontáneamente un gesto sencillo de adoración. No es una cuestión de protocolo piadoso, sino una verdad expresada con el cuerpo. Por eso una reverencia puede ser profunda sin apenas movimiento, o quedar en nada aunque el gesto sea perfecto.


    Conviene no vivir la fe a toda prisa. En cuanto uno cruza la puerta del templo, o al pasar junto a una cruz, basta un instante para recoger el espíritu y recordar ante Quién estamos. Ese breve silencio interior es ya reverencia; el resto, si llega, debe brotar de ahí.


    La adoración, entonces, no se limita a un arrodillarse puntualmente en la oración ante el Santísimo, sino que se prolonga en la vida entera. El que ama convierte todo en ofrenda y homenaje: su trabajo, su descanso, sus sufrimientos y también sus alegrías. Y no solo los acontecimientos. También la misma naturaleza puede ayudarle. La limpia belleza de un amanecer, el brillo de las estrellas o la nobleza de un árbol centenario despiertan en él la conciencia viva de que es Dios que pasa. Y si el alma está habituada a cultivar una actitud reverente, esos instantes la conducen suavemente hacia Él. Es como el enamorado que piensa continuamente en quien ama, aunque no lo nombre: su corazón se vuelve una y otra vez hacia él. Porque reverenciar es, al fin y al cabo, amar.



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