Ayer vivimos una jornada agotadora por su intensidad, pero también por la falta de sueño. Fue precioso comenzar el día en el Monte Tabor, en el Santuario de la Transfiguración del Señor. Todos, en ese primer contacto con la Tierra Santa, quedamos indudablemente prendidos por el misterio, por la santidad del lugar. Todos, como los apóstoles, decíamos: “Qué bueno es estar aquí”, y hubiéramos querido quedarnos, construyendo tiendas para el Señor, para Moisés y para Elías, olvidándonos incluso de nosotros mismos. Pero el Señor nos esperaba en la llanura.
Y así continuamos en Caná, descubriendo cómo María, sin condiciones, se abandona al querer de su Hijo. No le pide nada, ni para sí ni siquiera para los otros; simplemente expone la necesidad, porque sabe que es imposible que Jesús no la atienda desde la inmensidad de su misericordia, desde la riqueza inagotable de su amor. Mucho más deliciosos que el vino, como dice el libro del Cantar de los Cantares, son sus amores (Ct. 1,2). De allí seguimos hacia Nazaret, donde pudimos celebrar la Eucaristía en el santuario inferior de la Basílica de la Anunciación, junto a esa cueva que formó parte de la casa de María. En ella el Ángelus se reza de una manera diferente. Se dice: “Y aquí el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Jesús, como María, ha captado algo muy hondo en Juan, cuya fiesta celebrábamos. Juan ha reposado su cabeza en el pecho del Señor y ha percibido el latido más profundo de su Corazón. Pero en el Calvario, al recibir a María como Madre, es él quien la abraza, quien permite que el rostro dolorido de la Virgen repose sobre su propio pecho. Y María descubre entonces hasta qué punto el latido del corazón del discípulo amado se parece al de su Hijo único, Jesús. Ella comprende plenamente la verdad de las palabras pronunciadas desde la cruz: “Ahí tienes a tu hijo”. La visita a la sinagoga de Nazaret, el lugar donde Jesús despertó primero la admiración de sus paisanos y, enseguida, el rechazo, hasta ser llevado a un acantilado para despeñarlo, también marcó profundamente el día. Ese acantilado, o uno semejante, lo visitamos bajo un viento y una lluvia implacables que nos acompañaron durante horas, sin lograr entibiar nuestro fervor. Y en Nazaret hemos quedado alojados para dos días.
Señor, concédenos seguir descubriendo tu tierra a lo largo de estos días. Danos profundizar en el conocimiento espiritual de cada lugar que visitamos, comprender mejor las palabras evangélicas que proclamamos en ellos. Que el misterio no sea para nosotros confusión, sino luz; una luz que nos lleve siempre a amar más y a amar mejor. Así sea.
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