El pasado 25 de noviembre ya dediqué mi entrada diaria a Santa Catalina de Alejandría con motivo de su fiesta. Ahora estoy pasando unos días en el campo, antes de mi gran peregrinación. Allí, en el porche de entrada de la casa familiar, hay un azulejo que mi abuelo paterno regaló a mi abuela con ocasión de algún cumpleaños. Es la bellísima imagen con la que hoy ilustro esta reflexión y que contemplo ahora con otros ojos.
Se me ocurre estos días que quizá esta imagen ha influido más de lo que parece en mi vida cristiana. La he contemplado infinidad de veces, incluso cuando aún no era muy consciente de lo que veía. A los pocos días de nacer fui traído a esta casa y pasé aquí las primeras semanas de mi vida. El azulejo ya estaba allí, colocado en el mismo lugar. Mucho antes de que yo supiera pensar, ya lo miraba con agrado y atención.
¡Cuántas veces no habré recorrido con los ojos cada uno de sus detalles, con esa mirada atenta, reflexiva y ciertamente contemplativa propia de los niños! Me llama ahora la atención porque Santa Catalina de Alejandría, patrona de los filósofos y de los estudiosos, aparece como una mujer sedienta de verdad, intelectualmente libre e independiente. Ella se fijó en la naturaleza que la rodeaba, la observó, la reflexionó, tratando de descubrir la verdad que un día encontraría plenamente por la revelación.
Si era princesa, o al menos de familia muy noble, eso queda simbolizado en la corona y en sus vestiduras reales, con armiño incluido. Pero también está la espada: la espada porque murió decapitada, y la espada como símbolo de fortaleza. Al fondo de la imagen aparece un paisaje de campo, incluso con un riachuelo, muy semejante al lugar en el que ahora me encuentro: ese paisaje campestre que de niño tanto me fascinaba. A los pies de la santa, y también en la orla, aparecen rosas, símbolo del amor herido —belleza con espinas— propio del martirio. Un pajarillo, que me parece un jilguero, permite al espectador unirse a un canto de alabanza en honor de la santa, aunque sospecho que está ahí también como firma característica del reputado ceramista trianero que realizó este azulejo.
Ahora pienso que yo también he sido un apasionado de la verdad, y aún lo sigo siendo. Por eso nunca me gustó seguir corrientes ni modas, sino tratar de abrirme camino con mis propias ideas, tanto en el campo del pensamiento como en el de la Sagrada Escritura y de la teología en general. Aunque sospechoso de querer ser original por encima de todo, como Catalina, como cualquier bautizado, he sido regenerado por la gracia. Con su auxilio, he tenido que dar testimonio de mi fe y ejercitar la fortaleza para permanecer de pie contra viento y marea, rueda de púas o espada. Así, identificado con aquella cuya imagen puebla desde tan antiguo mis recuerdos, aguardo esperanzado recibir un día la corona inmerecida del autor de todo bien. Porque con Catalina confieso una misma fe en la Santa e Indivisa Trinidad, y en la doble naturaleza, humana y divina, de nuestro Señor Jesucristo, único Salvador de los hombres.
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