domingo, 7 de diciembre de 2025

LA DULZURA DE MARÍA


Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. 

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” (Oración del Salve Regina).


    Las oraciones dirigidas a María —como la Salve— utilizan con frecuencia palabras como “dulce” o “dulcísima” para referirse a Ella. ¿En qué consiste esta dulzura? ¿Por qué la Iglesia se atreve a llamar así a la Virgen? Mi experiencia de hoy en Fátima me ha ayudado a comprenderlo. La dulzura de María no es un sentimiento pasajero y superficial: es una fuerza real que toca el alma y la orienta silenciosamente hacia Dios. Cuando uno camina, reza, se cansa, cae y vuelve a levantarse —como hoy en el Viacrucis por los caminos de Fátima— descubre que esa dulzura es mucho más que una emoción: es una presencia. Una presencia discreta, eso sí, pero suave y maternal, que sostiene cuando las fuerzas flaquean y que confirma, sin ruido, que el camino de la fe es verdadero, que la cruz tiene sentido y que la gracia actúa. Esa dulzura es casi un susurro: no empuja, no vence imponiéndose, sino que convence por dentro.


    Por la tarde, entre las columnas blancas de la Basílica del Rosario y ante las tumbas luminosas de los pastorcitos, esa presencia parecía aún más densa y hacía brillar los ojos. Allí María no es un recuerdo ni una idea: es Madre viva y cercana, que recoge nuestras oraciones y las presenta al Corazón de su Hijo. En ese lugar se comprende sin esfuerzo por qué Dios quiso elevar a universal su mediación materna sobre todo el pueblo. Su dulzura no es debilidad: es un poder que sostiene, que consuela, que enciende la esperanza y que despierta deseos nuevos y mayores de santidad.


    Madre dulcísima, que hoy nos has envuelto con tu suavidad y tu presencia, enséñanos a acogerte con más confianza. Haz que sepamos abandonarnos a tu solicitud materna y esperar de ti lo que tú puedes y quieres obtenernos de Jesús. Guarda nuestro corazón en tu Corazón inmaculado. Amén.

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