lunes, 22 de diciembre de 2025

MEMORIA AGRADECIDA


    “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc. 1,46-50).


    El 22 de diciembre es, como todos saben, el día del sorteo de la Lotería de Navidad. Por la mañana, los medios de comunicación nos hacen llegar las voces de los niños de San Ildefonso cantando los premios. Ese sonsonete monótono, tan característico, va unido en mí de manera inseparable al recuerdo de mi ordenación sacerdotal, ocurrida hoy hace treinta y nueve años. Cada año, cuando los escucho, mi memoria vuelve a aquellos días previos a la Navidad en Granada: al frío intenso de la ciudad en esta época del año, a la espera emocionada, a la conciencia clara de que algo decisivo estaba a punto de suceder en mi vida. Yo había llegado desde Bruselas unos días antes para prepararme espiritualmente con un retiro. A la ceremonia asistieron mis padres, hermana, compañeros y muchos chicos a los que durante mis años de estudio de teología y filosofía había acompañado en la fe: con catequesis, clases de religión o en las excursiones del grupo scout.


    Recién ordenado, me pregunté qué había cambiado en mí. Interiormente me sentía el mismo y, sin embargo, sabía que ya no lo era. Con el paso de los años he ido comprendiendo esa diferencia. Han sido treinta y nueve años de dificultades, problemas y momentos de oscuridad, pero también de una certeza que jamás me ha abandonado: nunca he dudado de mi vocación sacerdotal. El Señor me llamó con gran claridad. Mi respuesta ha sido pobre y limitada, muy lejos de lo que Él se merecía, y aun así Dios ha querido servirse de ella. Si hoy miro hacia atrás no puedo sino repetir que “el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”, no por mis méritos, sino por su fidelidad.


    No es casual que el Evangelio del 22 de diciembre sea el Magnificat. Ese fue el Evangelio que proclamé como diácono en la Misa de mi ordenación. Luego, habiendo recibido el sacramento, configurado ya con Cristo sacerdote, terminé concelebrándola. María ha acompañado desde entonces mi camino, con su presencia constante y sencilla, a la que correspondo con el rezo diario del rosario y de su cántico de alabanza. En Ella reconozco la actitud más verdadera del creyente y del sacerdote: reconocer su obra en nosotros y vivir en constante acción de gracias.


    Santa María, Madre y sierva del Señor, enséñame a seguir diciendo cada día, con sencillez y verdad, que el Poderoso ha hecho obras grandes en mí, y a entregar mi vida entera para gloria de Dios y bien de su pueblo. Así sea.

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