Estamos viviendo los últimos días del Año jubilar de la Esperanza. Quedan apenas seis días para celebrar a nuestra Madre la Virgen, Señora de la Esperanza, y hoy, además, contemplamos a la Virgen de Guadalupe, que se presenta como Madre cercana, tierna, paciente y fiel. En este momento del camino, ya mediado el Adviento, se nos invita a volver a lo esencial: aprender a esperar.
Esperar nos cuesta porque nos descoloca. Preferimos hacer cosas, movernos, organizarnos, producir resultados. Incluso en la vida espiritual nos sentimos más cómodos cuando estamos “ocupados por Dios”, haciendo cosas, que cuando permanecemos quietos ante Él. La espera, sin embargo, nos enfrenta a algo mucho más exigente: reconocer que hay realidades decisivas que no podemos darnos a nosotros mismos. El Espíritu Santo no se “fabrica”, la conversión profunda no se consigue con fuerza de voluntad, la capacidad de vivir de otra manera no se alcanza a base de razonamientos. Todo eso solo puede ser recibido.
Además, la espera auténtica es desconcertante porque no tiene instrucciones precisas ni plazos claros. No se nos dice cuánto tiempo habrá que aguardar ni qué pasos concretos hay que dar. Solo se nos pide permanecer abiertos, perseverar en la oración, sostener el deseo, resistir la tentación de huir hacia el activismo. Eso resulta difícil, incluso aburrido, para una mente obsesionada con la productividad y el rendimiento. Nos angustia no hacer nada porque pensamos que perdemos el tiempo inútilmente. Pero es ahí donde se purifica la esperanza.
Esperar es creer que Dios puede hacer hoy lo que aún no vemos, que el Espíritu Santo es capaz de transformar lo que nosotros ya damos por muerto, que la gracia puede llegar cuando menos lo esperamos. Es vivir convencidos de que nada hay imposible para Dios y de que Él cumple lo que promete, aunque no lo haga según nuestros tiempos, nuestros modos ni nuestros esquemas. La Virgen María vivió así: esperando sin condiciones, confiando sin garantías, creyendo la Palabra recibida, guardando en el Corazón una promesa que no controlaba. A Ella, Señora de la Esperanza, le pedimos aprender esa espera humilde y firme, que deja a Dios ser Dios.
Madre de la Esperanza, enséñanos a esperar sin prisas, a confiar cuando no vemos, y a abrir el corazón al Espíritu, que llega como don y transforma la vida desde dentro. Amén.
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