“En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt. 21,31-32).
Ayer, por primera vez en un año y catorce días, no apareció la reflexión diaria en el canal ni en el blog. El cansancio y algunos problemas de salud me obligaron a detenerme. Lo sentí de verdad, pero al mismo tiempo pude palpar con claridad mi propia debilidad. Se quebró, quizá de un modo saludable, cierto orgullo silencioso de no haber fallado ni un solo día. Y desde ahí, desde esa grieta, el Evangelio de hoy me salió al encuentro con una fuerza especial. Jesús no reprocha a los fariseos sus debilidades visibles, sino algo mucho más hondo: la dureza de corazón. Exteriormente irreprochables, interiormente cerrados, y por ello convencidos de estar ya en regla con Dios; incapaces de renunciar a sí mismos, de corregirse, de aceptar la salvación. No es la fragilidad lo que más hiere el corazón del Señor, sino la autosuficiencia de quien no necesita de la misericordia.
La vida, en su discurrir cotidiano, se convierte así en escuela de humildad. Dios se sirve de lo más sencillo —el cansancio, la falta de salud, problemas domésticos, las interrupciones no deseadas e inesperadas en el propio trabajo, etc.— para enseñarnos a disminuir. No para empobrecernos, sino para dejar espacio a Otro. Esta fue la grandeza de Juan Bautista, uno de los protagonistas del Adviento, que supo confesar con una claridad desarmante: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar” (Jn. 3,30). Y esta misma experiencia recorrerá después toda la vida de Pablo, hasta poder decir con perfecta lucidez: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál. 2,20). Cuando uno acepta menguar, comienza a abrirse al Reino.
Aceptar la propia debilidad se convierte también en escuela de misericordia. Como escribió santa Teresa del Niño Jesús, no basta con aceptar la propia debilidad, sino que es preciso incluso amarla. Si lo logramos, descubriremos que nuestro corazón se va ablandando, y así seremos menos severos con nuestro prójimo, más pacientes, más tolerantes, más comprensivos con los demás. Un corazón que ha conocido sus límites aprenderá a inclinarse con respeto ante la pobreza ajena, a acompañar sin condenar. Así, lo que en un primer momento parece fracaso, se transforma en gracia que ensancha el alma.
Jesús, hazme dócil a estas lecciones sencillas con las que Tú me conduces. Líbrame de la dureza de corazón; ve ablandándolo poco a poco, haciéndolo más misericordioso, más tolerante, más comprensivo. Concédeme la gracia de menguar, para que Tú crezcas en mí y en todo lo que soy. Amén.
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