“El ángel les dijo: ‘No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad’” (Lc. 2,10-14).
Jesús nace en Navidad. Pero esta noche, que es la Nochebuena, lo celebramos ya con gran alegría, también litúrgicamente. El nacimiento del Hijo de Dios no es solo un recuerdo del pasado ni una escena entrañable que vuelve cada año, rememorada en nuestros belenes. Es una revelación permanente del modo de actuar de Dios y una fuerza que ha de renacer una y otra vez en nuestra vida. Cuando el desánimo, la tentación o el pecado nos invitan a rendirnos, a doblar la rodilla y desistir, entonces es el momento de mirar a Belén.
Allí, en la pequeñez y en la debilidad de un Niño recién nacido, se cumple la profecía: “Lleva a hombros el principado, y es su nombre Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz” (Is. 9,5). Y, sin embargo, la señal que Dios ofrece no es la del poder humano, sino la de la fragilidad: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Esa es la señal de Dios. Esa es la señal de un Dios fuerte: un niño fajado al modo hebreo, casi impedido de moverse; no colocado en una cuna, sino en la miseria de un pesebre. La fuerza todopoderosa de Dios manifestada en la más absoluta debilidad.
Ahí está la gran revelación de la Navidad y de la noche de Navidad. Dios es capaz de obrar obras grandes desde lo pequeño; de levantar a los caídos desde lo humilde; de encender el ánimo de quienes se habían apagado; de devolver ilusión y esperanza a los desanimados: y todo desde la sencillez y fragilidad más hondas. Mirar a Belén es cobrar fuerzas, volver a llenarse de esperanza, de alegría y de vida nueva. Por eso la Nochebuena no puede quedarse en una sola noche: está llamada a transformarse en días buenos, en semanas buenas, en años buenos; en una vida buena y santa, sostenida por la certeza de que Dios actúa con poder precisamente allí donde todo parece débil y sin fuerza.
Oh Jesús, Niño de Belén, haz que sepamos mirar siempre tu debilidad como fuente de nuestra esperanza; que en nuestras noches -que no siempre son buenas- y en nuestros cansancios descubramos tu fuerza salvadora; y que, sostenidos por ti, nuestra vida se transforme en alabanza confiada, en abandono y alegría compartida. Amén.
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