“En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de niños que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda… Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen… Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ‘¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!’”(San Francisco Javier, Carta a San Ignacio de Loyola, enero de 1544).
Hoy celebramos a san Francisco Javier (1506-1552), patrono de las misiones. Esta carta suya, escrita desde Cochín, en la India, nos recuerda que la fe no es un tesoro, que podamos guardar celosamente en nuestro interior, sino que es una riqueza que empuja con fuerza a compartirla con quienes no conocen aún a Jesús: solo así se conserva y fortalece. Javier comprendió que, aunque es justo y necesario atender las carencias materiales del prójimo necesitado —alimento, vestido, atención médica, vivienda, estudios—, nada de eso puede sustituir o dejar en segundo lugar el anuncio del Evangelio. Porque él sabía que, cuando Cristo llega a las almas, cuando nacen nuevos cristianos, serán después ellos quienes primero entreguen sus vidas por sus hermanos más cercanos, tratando de crear sociedades más justas. Debemos tomar muy en serio el mandamiento dado por Jesús antes de su Ascensión a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28,19-20). La caridad más grande es reconocer que todos los hombres, incluso los más pobres, necesitan a Dios por encima de cualquier otra cosa. Por eso anunciar a Cristo es la obra más alta de amor, porque Cristo es el tesoro, el mayor bien que un hombre puede poseer.
Javier soñaba con volver a las universidades europeas, y en particular a la Sorbona donde él mismo estudió, para sacudir las conciencias de quienes allí dedicaban tantos años a adquirir títulos académicos. No despreciaba el estudio; pero lo quería fecundo. Sentía que, si aquellos jóvenes pusieran tanto empeño en hacer rendir la ciencia como en adquirirla, podrían transformarse en instrumentos de salvación para muchos. Porque la sabiduría verdadera es la que conduce al servicio, y el conocimiento es un don que pide ser compartido. También hoy, como entonces, miles de almas esperan que alguien anuncie para ellas el nombre de Jesús.
Señor Jesús, enciende en nuestros corazones el ardor apostólico de san Francisco Javier. Danos la valentía de anunciarte con sencillez y amor, y haz de nuestras vidas una pequeña luz que conduzca a otros hacia ti. Amén.
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