“Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y estarse amando al Amado”
(letrilla atribuida a San Juan de la Cruz, 1542-1591).
Esta breve letrilla sanjuanista encierra un itinerario completo de vida espiritual. No describe una técnica, sino una manera de situarse ante Dios: dejar a un lado lo accesorio, recordar quién es Él, volver al corazón… y ahí permanecer, simplemente amando. En el fondo, no es distinto de lo que enseñaban los Padres del desierto cuando hablaban de la atención en un sentido amplio (nepsis): esa capacidad de orientar el alma hacia un punto, de recoger los sentidos dispersos y enfocar la mirada interior en lo único necesario.
Ayer leía en un libro una imagen muy certera: la atención es como una linterna. Uno puede llevarla apagada, viviendo por inercia; encendida, pero dispersa; o puede enfocar su luz a aquello que verdaderamente importa. Cuando la mente vaga sin norte, los estímulos del mundo marcan el rumbo; cuando el corazón está atento, es Dios quien orienta los pasos. No se trata de un esfuerzo tenso, sino de un modo de estar: de vigilar suavemente la dirección del espíritu para no perder el camino trazado.
Y recordé un dicho escuchado hace años: “basta con no estar distraído para quedar maravillado”. Porque la distracción no solo nos roba la paz, también nos roba la capacidad de ver. Vivimos rodeados de signos de Dios —en las personas, en los gestos, en la belleza, en la Palabra, en lo que sucede dentro de nosotros—, pero casi nunca los percibimos porque la linterna del alma está apuntando a otra parte. Basta detener el ruido interior, basta prestar atención, y de pronto aparece el asombro: el Amado estaba ahí, esperándonos.
Señor Jesús, enséñanos a vivir despiertos. Que nuestra atención no se pierda en lo que pasa, sino que se dirija a lo que permanece. Pon en nuestro interior esa luz suave que nos permite reconocer tu presencia y caminar hacia ti sin desviarnos. Haz que, cada día, podamos quedarnos maravillados ante ti. Amén.