viernes, 5 de diciembre de 2025

ATENCIÓN A LO INTERIOR


“Olvido de lo criado,

memoria del Criador,

atención a lo interior

y estarse amando al Amado” 

(letrilla atribuida a San Juan de la Cruz, 1542-1591).


    Esta breve letrilla sanjuanista encierra un itinerario completo de vida espiritual. No describe una técnica, sino una manera de situarse ante Dios: dejar a un lado lo accesorio, recordar quién es Él, volver al corazón… y ahí permanecer, simplemente amando. En el fondo, no es distinto de lo que enseñaban los Padres del desierto cuando hablaban de la atención en un sentido amplio (nepsis): esa capacidad de orientar el alma hacia un punto, de recoger los sentidos dispersos y enfocar la mirada interior en lo único necesario.


    Ayer leía en un libro una imagen muy certera: la atención es como una linterna. Uno puede llevarla apagada, viviendo por inercia; encendida, pero dispersa; o puede enfocar su luz a aquello que verdaderamente importa. Cuando la mente vaga sin norte, los estímulos del mundo marcan el rumbo; cuando el corazón está atento, es Dios quien orienta los pasos. No se trata de un esfuerzo tenso, sino de un modo de estar: de vigilar suavemente la dirección del espíritu para no perder el camino trazado.


    Y recordé un dicho escuchado hace años: “basta con no estar distraído para quedar maravillado”. Porque la distracción no solo nos roba la paz, también nos roba la capacidad de ver. Vivimos rodeados de signos de Dios —en las personas, en los gestos, en la belleza, en la Palabra, en lo que sucede dentro de nosotros—, pero casi nunca los percibimos porque la linterna del alma está apuntando a otra parte. Basta detener el ruido interior, basta prestar atención, y de pronto aparece el asombro: el Amado estaba ahí, esperándonos.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir despiertos. Que nuestra atención no se pierda en lo que pasa, sino que se dirija a lo que permanece. Pon en nuestro interior esa luz suave que nos permite reconocer tu presencia y caminar hacia ti sin desviarnos. Haz que, cada día, podamos quedarnos maravillados ante ti. Amén.

jueves, 4 de diciembre de 2025

REVERENCIA INTERIOR


    Hay gestos que, cuando se hacen deprisa, pierden su alma. Podemos inclinarnos ante el sagrario o hacer la señal de la cruz antes de la proclamación del evangelio, pero, si el corazón no acompaña, esos gestos se vacían por dentro. La reverencia no es un ritual aprendido ni una pura urbanidad religiosa, sino la manera en que el alma se sitúa ante Dios: con amor, con asombro, con humilde conciencia de su Presencia.


    Cuando uno se reconoce delante del Señor, todo se ordena: se serenan los pensamientos, la respiración encuentra su ritmo, la mirada deja de divagar y quizá se cierran solos los ojos. Es el momento en que nace espontáneamente un gesto sencillo de adoración. No es una cuestión de protocolo piadoso, sino una verdad expresada con el cuerpo. Por eso una reverencia puede ser profunda sin apenas movimiento, o quedar en nada aunque el gesto sea perfecto.


    Conviene no vivir la fe a toda prisa. En cuanto uno cruza la puerta del templo, o al pasar junto a una cruz, basta un instante para recoger el espíritu y recordar ante Quién estamos. Ese breve silencio interior es ya reverencia; el resto, si llega, debe brotar de ahí.


    La adoración, entonces, no se limita a un arrodillarse puntualmente en la oración ante el Santísimo, sino que se prolonga en la vida entera. El que ama convierte todo en ofrenda y homenaje: su trabajo, su descanso, sus sufrimientos y también sus alegrías. Y no solo los acontecimientos. También la misma naturaleza puede ayudarle. La limpia belleza de un amanecer, el brillo de las estrellas o la nobleza de un árbol centenario despiertan en él la conciencia viva de que es Dios que pasa. Y si el alma está habituada a cultivar una actitud reverente, esos instantes la conducen suavemente hacia Él. Es como el enamorado que piensa continuamente en quien ama, aunque no lo nombre: su corazón se vuelve una y otra vez hacia él. Porque reverenciar es, al fin y al cabo, amar.



miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL EVANGELIO PRIMERO


    “En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de niños que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda… Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen… Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ‘¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!’”(San Francisco Javier, Carta a San Ignacio de Loyola, enero de 1544).


    Hoy celebramos a san Francisco Javier (1506-1552), patrono de las misiones. Esta carta suya, escrita desde Cochín, en la India, nos recuerda que la fe no es un tesoro, que podamos guardar celosamente en nuestro interior, sino que es una riqueza que empuja con fuerza a compartirla con quienes no conocen aún a Jesús: solo así se conserva y fortalece. Javier comprendió que, aunque es justo y necesario atender las carencias materiales del prójimo necesitado —alimento, vestido, atención médica, vivienda, estudios—, nada de eso puede sustituir o dejar en segundo lugar el anuncio del Evangelio. Porque él sabía que, cuando Cristo llega a las almas, cuando nacen nuevos cristianos, serán después ellos quienes primero entreguen sus vidas por sus hermanos más cercanos, tratando de crear sociedades más justas. Debemos tomar muy en serio el mandamiento dado por Jesús antes de su Ascensión a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28,19-20). La caridad más grande es reconocer que todos los hombres, incluso los más pobres, necesitan a Dios por encima de cualquier otra cosa. Por eso anunciar a Cristo es la obra más alta de amor, porque Cristo es el tesoro, el mayor bien que un hombre puede poseer.


    Javier soñaba con volver a las universidades europeas, y en particular a la Sorbona donde él mismo estudió, para sacudir las conciencias de quienes allí dedicaban tantos años a adquirir títulos académicos. No despreciaba el estudio; pero lo quería fecundo. Sentía que, si aquellos jóvenes pusieran tanto empeño en hacer rendir la ciencia como en adquirirla, podrían transformarse en instrumentos de salvación para muchos. Porque la sabiduría verdadera es la que conduce al servicio, y el conocimiento es un don que pide ser compartido. También hoy, como entonces, miles de almas esperan que alguien anuncie para ellas el nombre de Jesús.


    Señor Jesús, enciende en nuestros corazones el ardor apostólico de san Francisco Javier. Danos la valentía de anunciarte con sencillez y amor, y haz de nuestras vidas una pequeña luz que conduzca a otros hacia ti. Amén.

martes, 2 de diciembre de 2025

BROTE DE ESPERANZA


    “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor” (Is. 11,1-3).


    En la oscuridad polvorienta de un tronco viejo, allí donde parece que sólo queda un leño seco y sin vida, el profeta Isaías, en la primera lectura de la misa de hoy, ve surgir un brote verde y tierno, inesperado, cargado de Promesa. Así es el Adviento: un tiempo para mirar el suelo de nuestra vida, tal vez árido y endurecido, tal vez agrietado y roto, y reconocer que Dios no se cansa de hacer nacer en él nuevas posibilidades. El “renuevo del tronco de Jesé” es Cristo, que viene humilde y silencioso, a revivir lo que parecía definitivamente muerto, a florecer en nuestras raíces gastadas. Y nosotros, que tantas veces vivimos entre nostalgia por el pasado, desaliento por el presente e inquietud por el futuro, somos invitados a creer que en el tronco reseco de nuestra historia Él puede hacer brotar de nuevo la vida.


    Sobre ese vástago reposa el Espíritu en plenitud. Todo lo que a nosotros nos falta —sabiduría, fortaleza, consejo, entendimiento— Él lo trae consigo como un don que desciende del cielo sin ruido, como una presencia que ilumina desde dentro. El temor del Señor que Isaías describe no es miedo servil, sino asombro reverente: la gracia de reconocer que Dios es Dios y eso basta, que su obra crece más allá de todo cálculo humano. Adviento es aprender a dejarnos inspirar por ese Espíritu, a afinar el corazón para percibir la llegada silenciosa del que viene a salvarnos.


    Jesús, Tú que eres el renuevo que brota del viejo tronco de la humanidad, haz revivir en nuestro interior lo que está marchito y devuelve a nuestras vidas la frescura de tu Santo Espíritu. Que en este santo Adviento nos abramos a tu llegada con humildad, con alegría y con reverencia. Amén.

lunes, 1 de diciembre de 2025

CAMINAR A LA LUZ DEL SEÑOR


    “Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén (…) Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor” (Is. 2,3.5).


    “Concédenos, Señor Dios nuestro, esperar vigilantes la venida de Cristo, tu Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando en oración y cantando con alegría sus alabanzas” (Oración colecta de la misa del lunes de la 1ª semana de Adviento).


    El Adviento nos llama a una vigilancia que nace de la luz y se ordena hacia la luz. Esa luz no es la de nuestras calles y escaparates, que en estos días brillan con abundancia, sino la que desciende de lo alto y revela la verdad del corazón. Esa luz —más fina, más penetrante, más exigente— nos invita a mirar con realismo nuestro entorno, nuestra sociedad y nuestras propias motivaciones, tantas veces mezcladas, turbias o autocomplacientes. Cuando Isaías proclama: “Venid, subamos al monte del Señor”, está convocando a un movimiento interior, a una ascensión espiritual por la que aprendemos a leer la vida desde Dios y no desde nuestras sombras. En este sentido, el Adviento es un despertar: un volver a ver, un dejar que la Escritura santa ilumine lo que no queremos mirar y ordene lo que nuestro corazón ha desordenado.


    Pero también es un tiempo para recordar la misión del evangelizador, del pastor, de aquel a quien Cristo confía la responsabilidad de despertar a su pueblo. La Iglesia, en estos días, vuelve una y otra vez al profeta Isaías porque en él reconoce su propia tarea: orientar la mirada, enseñar a leer los acontecimientos desde Dios, interpretar la historia con ojos iluminados y conducir a los hombres a la hondura de la Palabra. Velar no es solamente vigilarse uno a sí mismo: es ayudar a que otros velen; no es solo convertir el propio corazón, sino abrir caminos para que otros encuentren la claridad que procede de Cristo. Así, cuando llegue el Señor y llame a la puerta, no solo nos hallará a nosotros despiertos, sino también a aquellos que, por nuestra voz y nuestra vida, han aprendido a esperarle.


    Oh Jesús, Luz increada que vienes del Padre, mantén despierto nuestro corazón y haz que nuestra palabra, nuestros gestos y nuestra vida entera puedan despertar a otros para ti. Que nuestra mirada, purificada por tu claridad, ayude a muchos a caminar hacia tu monte santo. Amén.