Hoy celebra la Iglesia la fiesta de San Bruno (c.1030-1101), el fundador de los cartujos, un santo al que profeso particularísima devoción. La vida de Bruno estuvo tejida de silencio y soledad. Pero el silencio de Bruno no fue vacío, sino plenitud. Y en la soledad aprendió que el alma solo se pacifica cuando se somete completamente a la voluntad de Dios, cuando deja de buscar fuera lo que únicamente puede hallarse en el centro del corazón.
El ruido de las ciudades no le atraía. Las luchas por el poder entre los hombres le producían disgusto. El éxito académico no significaba nada para él. Habiendo rechazado toda ambición, ansiaba solo el murmullo de Dios que se oye en el fondo del alma cuando todo se calla. Su oración era el latido de quien ha comprendido que el seguimiento de Cristo no consiste en hacer muchas cosas, sino en dejarse transformar. Su deseo, el convertirse en espejo en que la infinita bondad de Dios pueda reflejarse. De hecho, su oración más constante era repetir una y otra vez: “O Bonitas, o Bonitas” (“Oh Bondad, oh Bondad”). Con ella, Bruno anticipaba la paz profunda que brota de la pura contemplación, esa paz que ya gustó María de Betania a los pies de Jesús: la “parte mejor”.
A San Bruno se atribuye esta bellísima oración, reflejo fiel de su espíritu contemplativo:
Tú, que eres mi Señor.
Tú, cuya voluntad prefiero a la mía.
No me es posible contentarme con palabras al presentarte mi oración.
Escucha mi grito que te suplica como un inmenso clamor…
Tú, de quien me he constituido siervo:
te ruego con perseverancia e insistiré en mi ruego, hasta merecer alcanzar tu favor.
Pues no anhelo un bien de la tierra;
no pido más que lo que debo pedir:
sólo a ti…
¡Ten piedad de mí!
Y pues inmensa es tu misericordia
y grande mi pecado, ten piedad de mí inmensamente en proporción a tu misericordia.
Entonces podré cantar tus alabanzas, contemplándote, Señor.
Te bendeciré con una bendición
que perdurará a lo largo de los siglos;
te alabaré con la alabanza y la contemplación, en este mundo y en el otro, como María, de quien nos dice el Evangelio, que ha escogido la parte mejor. Amén.