sábado, 13 de septiembre de 2025

PACIENTE SALVADOR


    “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna” (1 Tim. 1,15-16).


    En la primera lectura de la misa de hoy, San Pablo no disimula su miseria ni trata de ocultar su fragilidad: se reconoce pecador, y no cualquier pecador, sino “el primero”. Pero es precisamente ahí donde resplandece la grandeza de Cristo Jesús, el Salvador. Él no vino para otra cosa, sino para librarnos de la raíz de todos nuestros males: el pecado. Como dijo en el Evangelio: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc. 2,17). Porque Él nunca tuvo la pretensión de darnos una vida cómoda, ni de resolvernos las dificultades pasajeras, sino que su obra consistió en cargar con nuestra culpa, expiarla, destruirla con la Cruz. La conciencia de Pablo, lejos de hundirlo en la desesperanza, lo levanta en la confianza, porque experimenta que ser pecador no lo aparta de Dios, sino que lo acerca aún más a la compasión infinita de Cristo.


    De este modo, el pecado deja de ser motivo de angustia para convertirse en ocasión de misericordia. La paciencia de Cristo, que soporta, espera, perdona y transforma, se hace visible en Pablo y en cada uno de nosotros. El Señor se sirve de la miseria humana para mostrar su grandeza: cuanto más débil y roto está el hombre, más espléndidas aparecen la fuerza y la ternura de Dios. Y junto a la paciencia de Cristo resuena su palabra consoladora: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc. 12,32). La bondad y la paciencia de Dios son inagotables, y su invitación es clara: no temer, no desconfiar, abandonarse con seguridad en su amor.


    Señor Jesús, misericordioso Salvador de los pecadores, Tú que mostraste en San Pablo la inmensidad de tu paciencia, muéstrala también en mí. Dame confianza en tu misericordia y haz que mi vida, herida y frágil, pueda ser testimonio de tu amor que nunca se cansa de buscar a la oveja perdida. Amén.

viernes, 12 de septiembre de 2025

VIDA, DULZURA Y ESPERANZA NUESTRA


    “María tiene muchos nombres, y es para mí un gran gozo llamarla con ellos. Es la fortaleza donde habita el poderoso Rey de reyes, mas no salió de allí igual que entró: en Ella se revistió de carne, y así salió. Es también un nuevo cielo, porque allí vive el Rey de reyes; allí entró y luego salió vestido a semejanza del mundo exterior (…). Es la fuente de la que brota el agua viva para los sedientos; quienes han gustado esta bebida llevan fruto al ciento por uno. Es la llave para la puerta del cielo” (San Efrén de Siria, Himno por el Nacimiento de Cristo, 11).


    Hoy es la memoria del Dulce Nombre de María. En este texto, del santo padre y doctor de la Iglesia San Efrén el Sirio (306-373), su autor afirma que este nombre es más que un simple sonido: es un eco de gracia, un refugio seguro, una puerta al cielo. San Efrén nos recuerda que María tiene otros nombres: de gozo, de fuerza, de consuelo, de cielo nuevo, de fuente viva. No es sólo el nombre que pronuncia el ángel, sino aquel que se convierte en vestidura de Dios, en reclamo de misericordia, en manantial de esperanza para quienes sedientos buscan beber el agua viva.


    Al decir “María”, evocamos ese misterio: la humildad que acoge al Verbo, la virginidad fecunda, la presencia de Dios hecho carne en medio de las sombras del mundo. María de “nombre dulce”, nombre maternal, nombre de Estrella, como San Bernardo lo enseñaría en uno de sus sermones; porque María significa también Estrella del mar, luz que nos guía, faro en las borrascas.

    Así como “Mara” -nombre que alude a amargura en hebreo- nos recuerda las pruebas, también María nos enseña que de la amargura Dios puede sacar dulzura, de la prueba puede hacer brotar gracia, y de la noche, luz.


    Invocar su nombre no es una mera expresión devocional: es un acto de fe, es buscar protección, es reconocer que bajo su amparo la vida encuentra sentido aún en medio del dolor. Que cada vez que lo pronunciemos lo hagamos con humildad, con esperanza, con entrega, sabiendo que su nombre no nos abandona, sino nos abre al amor de Dios, nos conduce hacia Jesús.


    Virgen Santa, Estrella del mar, dulce María cuyo nombre trae consuelo a los que creen: haz que pronunciarlo sea siempre para nosotros un acto de confianza, un eco de fe, un refugio en la tormenta, y que, a través de tu nombre, podamos acercarnos de verdad a tu Hijo Jesús. Amén.

jueves, 11 de septiembre de 2025

REVESTIDOS DE CRISTO (II)


    “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta” (Col. 3, 12-14).


    San Pablo recuerda a los cristianos de Colosas, en la primera lectura de la misa de hoy, una verdad fundamental: hemos sido elegidos por Dios, y esa elección es fruto del amor. No es que seamos santos y por eso Dios nos haya elegido; al contrario, somos santos porque Él nos ha elegido y porque somos amados desde siempre. Esa es nuestra identidad más profunda: elegidos, santos y amados.


    A partir de esa verdad, el Apóstol nos invita a revestirnos de actitudes concretas que reflejan el corazón de Cristo: la compasión entrañable, la bondad, la humildad, la mansedumbre y la paciencia. Son las prendas que no deben faltar en el guardarropa cristiano: las vestiduras del hombre nuevo, del cristiano que ha sido perdonado. Y con ello, lo que aprendemos en el Padre nuestro se convierte en exigencia vital: perdonar como hemos sido perdonados, sobrellevarnos unos a otros, vivir en la misericordia cotidiana.


    Por encima de todo, San Pablo nos señala la prenda que corona todas las demás: el amor. El amor es la verdadera regla de oro del cristiano, el vínculo que une en la unidad perfecta, más allá de las palabras, de cualquier diálogo o de los buenos deseos. Solo el amor edifica, solo el amor permanece, solo en el amor la comunidad se hace ella misma cuerpo de Cristo.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir como elegidos, santos y amados por ti; revístenos de compasión y humildad, y haz que el perdón y el amor sean la medida de nuestra vida. Amén.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

REVESTIDOS DE CRISTO (I)


    “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. Esto es lo que atrae la ira de Dios sobre los rebeldes. Entre ellos andabais también vosotros, cuando vivíais de esa manera; ahora en cambio, deshaceos también vosotros de todo eso: ira, coraje, maldad, calumnias y groserías, ¡fuera de vuestra boca! ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador” (Col. 3, 5-10).


    La exhortación de san Pablo, que hoy contiene la primera lectura de la misa, invita a ser directo, sincero y radical: no se trata de negociar con lo viejo, ni de convivir con las sombras del pecado, sino de darles muerte. El hombre viejo no se reforma, sino que se deja atrás. Es un lenguaje fuerte el empleado por el Apóstol, que revela la urgencia que acompaña a la vida cristiana: el pecado no se domestica, se mata; la codicia no se dulcifica, se arranca; la mentira no se corrige poco a poco, se abandona. Solo así puede nacer el hombre nuevo, creado según la imagen de Cristo. Porque una permanente tentación, como ya lo denunció Jesús en el Evangelio, será querer echar el vino nuevo del Reino en odres viejos.


    El revestirse de la nueva condición no es un esfuerzo moral voluntarista, sino un don de la gracia. Cristo nos regala su propia vida para que, paulatinamente, nuestra existencia se vaya configurando con la suya. La novedad no está en nuestros propósitos, sino en Él, que nos transforma y nos renueva con delicadeza, como un escultor que sabe descubrir la belleza bajo el tosco aspecto de una piedra ennegrecida y sin desbastar.


    Este proceso es continuo: cada día necesitamos despojarnos de lo viejo y dejarnos revestir de lo nuevo. Es una tarea que requiere de paciencia y perseverancia, porque el hombre viejo se resiste, pero el Espíritu Santo trabaja en nosotros hasta hacer resplandecer en nuestra vida la imagen de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.


    Oh Jesús, danos la gracia de renunciar a todo lo que nos ata al hombre viejo, encerrado en sus vicios y pecados, y revístenos de ti, para que nuestras vidas sean un reflejo vivo de tu luz. Así sea.



martes, 9 de septiembre de 2025

EL MONTE Y LA LLANURA


    “Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles (…) Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades” (Lc. 6, 12-13.17-18).


    San Lucas es el evangelista que más cuidadosamente recoge la vida de oración de Jesús. A su Evangelio se le llama, con toda propiedad, el Evangelio de la oración. En los momentos decisivos de su vida, Jesús se retira a orar. Cuando está a punto de tomar una decisión crucial, como la elección de los Doce, no lo fía todo a  su experiencia o a su conocimiento humano de los discípulos. Antes de escogerlos, ora. Antes de nombrarlos, escucha al Padre. En definitiva, antes de hablar, calla en íntima comunión con el Padre. Y no ora un ratito, sino que pasa la noche entera en diálogo con Dios.


    Lo que sigue es una verdadera lección de encarnación: después de haber subido al monte, Jesús baja a la llanura con los suyos. La oración no lo aísla, no lo aleja, no lo separa del mundo ni de los hombres, sino que le permite descender con mayor compasión, con más claridad interior, con más autoridad espiritual. Baja acompañado de aquellos que el Padre le ha dado. Y comienza su tarea: enseñar, sanar, liberar. Es la gran misión del Mesías, que ya no actúa solo, sino con sus apóstoles a su lado, iniciando con ellos el camino de la Iglesia.


    También nosotros necesitaríamos subir al monte y pasar la noche con Dios en oración. No como evasión, sino como preparación. Porque después hay que bajar a la llanura: allí donde nos esperan nuestras tareas diarias, los hermanos con sus heridas, el sufrimiento del mundo y la esperanza de tantos. Si oramos de verdad, la vida no se hará más fácil, pero sí más luminosa. Todo cristiano está llamado a vivir entre la montaña y la llanura: contemplativos en el monte, servidores en el llano.


    Señor Jesús, Maestro nuestro de oración y de apostolado, llévanos contigo al “monte” de la plegaria cada día,  para así poder escuchar al Padre. Y después, llévanos contigo a la llanura, para aprender a amar y servir como Tú. Así sea.

lunes, 8 de septiembre de 2025

PRIMICIA DE LA GRACIA


    “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rm. 8, 28-29).


    Hoy conmemoramos la Natividad de la Virgen María, una fiesta que celebra un acontecimiento que no es narrado en las páginas de la Escritura, pero que forma parte del designio eterno de Dios. Ella tuvo que nacer, porque en los planes de Dios estaba preparada desde siempre para ser la Madre de su Hijo. Lo que para los ojos humanos parecería el simple nacimiento de una niña en una aldea galilea a finales del siglo I antes de Cristo, para la fe es el inicio visible de un misterio insondable. En aquella niña que viene al mundo, Dios ya contempla a la mujer que dará carne a su Verbo eterno.


    La lectura de San Pablo ilumina el sentido profundo de esta fiesta. Todo lo que acontece en la historia está orientado a un fin: conseguir reproducir la imagen del Hijo Unigénito. María, desde su nacimiento, está toda destinada a este designio. Ella es la primera redimida, la elegida entre todos, el espejo purísimo en el que Cristo podrá reflejarse. Si todo coopera al bien de los que aman a Dios, cuánto más la vida de María, donde nada se perdió, donde todo fue conducido por la gracia hacia el sí pleno de la Encarnación.


    Así, el nacimiento de María es un anticipo de nuestro propio destino. También nosotros, aunque entre luchas, fragilidades y errores, hemos sido llamados a reproducir la imagen del Hijo. María nos muestra que este camino es posible, porque en Ella la gracia de Dios no encontró resistencia. Ella es primicia de la nueva creación, aurora de la redención, y por eso su nacimiento es motivo de gozo para toda la Iglesia.


    Jesús, primogénito entre muchos hermanos, Tú quisiste tener una Madre santa desde su concepción y su nacimiento. Concédenos, por la intercesión de la Virgen María, que toda nuestra vida se convierta en un sí que refleje tu imagen y atraiga a muchos hacia ti. Amén.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Y LA SÉPTIMA ES EL SILENCIO

 


    “Mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: ‘Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío’” (Lc. 14, 25-27).

    Después de las seis palabras de María en el Evangelio, queda su silencio, que a nosotros nos prepara a celebrar mañana la fiesta de su Natividad. Y ese silencio es el que lo resume todo. María no necesita más discursos porque su vida entera habla: acalla toda consideración y se queda solo con Jesús. Ella pospone en la práctica todo lo demás, incluso a sí misma. Su propio bienestar, sus afectos más íntimos, sus esperanzas humanas: todo lo coloca detrás de Jesús. Él es lo primero y lo único.


    En el Calvario, María se revela como la perfecta discípula. Ella supo hacer silencio ante sus propios razonamientos, ante el dolor más intenso, ante los ruidos interiores de la angustia y del miedo. Supo dejar que todo se acallara para permanecer firme junto al árbol de la vida, abrazada a la Cruz de su Hijo. Allí donde otros huyeron, Ella permaneció. Allí donde otros no entendían, Ella creyó. Allí donde todo parecía derrota, Ella escuchó, en silencio, al Verbo eterno que, desde la Cruz, continuaba revelando el amor del Padre en medio de la tiniebla.


    María nos enseña que el verdadero discipulado es aprender a hacer silencio a todas las cosas. Porque todo, incluso lo más legítimo, puede convertirse en ruido interior que distrae y turba. Solo cuando el alma calla ante sí misma y ante el mundo, se abre para escuchar al Hijo Amado, al Verbo del Eterno Padre, que habla sin necesidad de palabras humanas, con la suavidad del Espíritu, en lo más íntimo del corazón.


    Santa María, Madre del silencio, enséñanos a acallar lo que nos distrae y nos aparta, para que, como Tú, seamos discípulos que escuchan a Jesús y lo siguen hasta la Cruz. Amén.

sábado, 6 de septiembre de 2025

SEXTA PALABRA DE MARÍA


    “Un sábado, atravesaba Jesús un sembrado, y sus discípulos arrancaban espigas, las frotaban con las manos y se comían el grano. Algunos fariseos les dijeron: ‘¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?’. Jesús les respondió: ‘¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes de la proposición, que solo a los sacerdotes les está permitido comer, y comió él y dio a los que estaban con él’. Y añadió: ‘El Hijo del hombre es señor del sábado’” (Lc. 6, 1-5).


    La última palabra de María en el Evangelio de san Juan resuena como una consigna definitiva: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5). Con ella, María se echa a un lado para dejar todo el protagonismo a Jesús. No añade nada a su enseñanza, no se reserva ni atribuye nada, no quiere ser otra voz distinta ni paralela a la suya. Su misión es conducirnos a su Hijo, señalárnoslo, como en los bellísimos iconos bizantinos en que sostiene en sus brazos al Niño. Quiere poner nuestras manos en las de Jesús y enseñarnos la obediencia confiada. La Madre sabe que no es su palabra la que salva, sino la de su Hijo y Señor. Por eso su enseñanza final es clara: escuchar y obedecer a Cristo.


    El Evangelio de la misa de hoy ilumina esta actitud. Jesús defiende a sus discípulos mostrando que el amor de Dios está por encima del legalismo fariseo. Afirma con autoridad: “El Hijo del hombre es señor del sábado” (Lc. 6,5). María no se interpone a esa autoridad, sino que la reconoce y anuncia: “Haced lo que Él os diga”. No hay otro camino seguro. La libertad, la salvación y la vida plena están en seguir a Jesús, que tiene poder sobre la Ley, sobre el tiempo y sobre nuestra propia historia.


    A menudo buscamos voces alternativas, consejos de maestros humanos, soluciones que nos apartan de la Palabra viva de Cristo. Pero María, con humildad absoluta, nos corrige: dejad de buscar fuera lo que ya habéis recibido. Basta con acoger al Hijo con docilidad, porque Él es la plenitud de la revelación. Lo que diga Jesús, aunque a veces parezca poco comprensible, aunque choque con nuestra lógica y sea muy políticamente incorrecto, es la senda que conduce a la verdadera alegría. Como en Caná, donde la disponibilidad de los sirvientes permitió que el agua se convirtiera en vino.


    Así, la última palabra de María no es una despedida, sino una invitación a permanecer siempre en la escucha de Cristo. Ella nos entrega la llave para vivir de verdad como discípulos: la obediencia confiada a la Palabra de su Hijo. Esa es su misión maternal, y en ella se concentra todo el amor de la Madre de la Iglesia.


    Madre dulce y discreta, Tú que en Caná nos dijiste: “Haced lo que Él os diga”, enséñanos a seguir confiadamente las palabras de tu Hijo. Haz que nuestros corazones estén atentos a su voz y sean dóciles a sus mandatos. Ayúdanos a dejar en sus manos nuestras preocupaciones y necesidades, sin ponerle condiciones, con la certeza de que Él sabe lo que más nos conviene. Que tu palabra nos acompañe cada día como una memoria viva que nos lleve siempre a Jesús, único Señor y fuente de nuestra alegría. Así sea.

viernes, 5 de septiembre de 2025

QUINTA PALABRA DE MARÍA


    “Los fariseos y los escribas dijeron a Jesús: ‘Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber’. Jesús les dijo: ‘¿Acaso podéis hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán en aquellos días’” (Lc. 5, 33-35).


    En el Evangelio de hoy, Jesús se presenta como el Esposo que trae la alegría a la boda. No se puede ayunar cuando Él está presente, porque su sola presencia llena de plenitud el corazón humano. Esa misma luz alcanza la quinta palabra de María en Caná: “No tienen vino” (Jn. 2,3). Ella, atenta a la necesidad, suplica discretamente para que la fiesta no se estropee. Con esa breve frase, atrae a Jesús hacia la compasión, lo introduce en las necesidades concretas de los hombres, y abre la puerta para que su misericordia se derrame sobre quienes le necesitan.


    La respuesta de Jesús parece dura: “¿Qué nos va a ti y a mí, mujer? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn. 2,4). Sin embargo, lejos de ser un rechazo, esa palabra abre un horizonte más profundo: la hora comienza a revelarse en aquel momento, y llegará a su culminación en la cruz en la que Cristo entregará el vino verdadero de su Sangre, derramada por todos. Caná es anticipo de ese misterio: la presencia de Jesús no permite que falte la alegría en el banquete, porque allí donde Él está, la carencia se convierte en plenitud.


    María, por su parte, no le pide nada concreto a su Hijo. No le dice cómo debe resolver el problema, ni le señala un camino. Ella simplemente expone la necesidad y confía. Se queda en silencio, aguardando con plena certeza de que Él actuará como quiera, cuando quiera y de la manera que quiera. María no controla a Jesús: lo acerca a las necesidades humanas y se abandona a su decisión. Por eso su súplica es tan poderosa, porque nace de la fe y de la confianza absoluta.


    Así, el signo de Caná no solo inaugura los milagros de Jesús, sino que puede verse como la primera curación narrada en los evangelios: cura la herida de la falta, sana la pobreza de la fiesta, convierte la tristeza en gozo. María, al decir “No tienen vino”, se convierte en puerta de la misericordia, invitando a su Hijo a manifestar la sobreabundancia del amor paternal de Dios en medio de la pobreza humana.


    Jesús, Esposo de la Iglesia, que en Caná escuchaste las palabras discretas de tu Madre: escucha también hoy sus súplicas por nosotros. Que tu misericordia transforme nuestra escasez en abundancia, nuestra tristeza en alegría y nuestras heridas en vida nueva. Amén.

jueves, 4 de septiembre de 2025

CUARTA PALABRA DE MARÍA


    “Echando las redes, recogieron tal cantidad de peces que las redes reventaban. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó a las rodillas de Jesús diciendo: ‘Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’. Y Jesús dijo a Simón: ‘No temas; desde ahora serás pescador de hombres’” (Lc. 5, 6-10).


    La cuarta palabra de María en los Evangelios, al "Niño perdido y hallado en el Templo", vuelve a ser una pregunta: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. La primera pregunta, en la Anunciación, había nacido de la confianza y el gozo contenido. Esta, en cambio, brota del dolor. Y, sin embargo, ese dolor no encierra a María en sí misma: no dice “yo estaba angustiada”, sino “tu padre y yo”. Tiene en cuenta, aun antes que el suyo, el dolor de José. El sufrimiento, en ella, no es soledad, sino comunión.


    En el Magnificat había proclamado: “Dios ha mirado la humillación de su esclava”. Ahora pide al mismo Dios, hecho Niño, que mire la angustia de sus padres. ¿Qué pide en realidad? Pide que su Hijo no pase de largo ante el sufrimiento humano, que reconozca la hondura y la verdad de ese dolor. Todos desearíamos evitar el dolor, pero María descubre que también forma parte del camino de la fe. Jesús mismo lo asumirá en su Pasión: el dolor no es un absurdo, sino un paso necesario en la obra de la redención, porque el Enemigo habría de ser derrotado con las mismas armas con las que imaginaba haber triunfado.


    Pedro, en el Evangelio de hoy, después de la pesca milagrosa, reacciona con temor y quiere alejarse de Jesús: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. María, en cambio, busca más intensamente a su Hijo en medio del desconcierto por su forma de actuar. Pedro cree que su pecado debe alejarlo de Cristo; María enseña que el dolor debe acercarnos más a Él. Donde muchos huirían, Ella persevera y transforma el sufrimiento en búsqueda confiada. Así consigue una "pesca milagrosa".


    Señor Jesús, cuando el dolor toque mi vida, no permitas que me encierre en mí mismo ni que huya de ti. Enséñame, con el ejemplo de tu Madre, a transformar mi angustia en búsqueda confiada, y a dejar que Tú mires mi sufrimiento para convertirlo en comunión contigo. Amén.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

TERCERA PALABRA DE MARÍA


    “Al salir Jesús de la sinagoga entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta, y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; y levantándose al instante, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y Él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos salían también demonios, gritando: ‘Tú eres el Hijo de Dios’. Pero Él los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que Él era el Cristo” (Lc. 4,38-41).


    El Magnificat, el gran cántico de María, es su tercera palabra en los Evangelios. Nos es imposible comentarlo todo entero, pero demos algunas pinceladas. En él dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor… porque ha mirado la humillación de su esclava”. La verdadera grandeza de María es dejarse mirar por Dios. Y dejarse mirar es dejarse querer, dejarse cuidar, dejar que Dios haga maravillas en nuestra vida.


    María canta que Dios derriba a los poderosos y exalta a los humildes, que sacia a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Es la revolución silenciosa del Evangelio: Dios no se fija en los fuertes, en los que ponen toda su confianza en sí mismos (en lo que tienen, en lo que pueden, en lo que saben…), sino en los que se reconocen pobres y necesitados, en los que ponen toda su esperanza en Él. Ello nos revela la conmovedora ternura de Dios, que engrandece lo que el mundo desprecia.


    En paralelo, el Evangelio de hoy nos muestra a Jesús inclinándose sobre los enfermos y liberando a los oprimidos. Es el cumplimiento visible de lo que María ya había proclamado en su cántico: el mismo Dios que mira a los humildes, toca con sus manos las heridas de quienes sufren para sanarlos, para salvarlos. 


    El Magnificat termina recordando: “Auxilia a Israel, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia”. También nosotros somos esa descendencia, porque Abraham es el padre de todos los que creen. Por eso, cada día, sostenidos por su fidelidad, somos invitados a cantar con María las maravillas de Dios en nuestra propia vida.


    Señor, enséñame a dejarme mirar por ti, a dejarme querer y cuidar. Haz que no busque mi fuerza en el poder, sino en tu ternura. Que mi vida entera sea un canto agradecido, unido al de María, que proclama tu misericordia de generación en generación. Amén.

martes, 2 de septiembre de 2025

SEGUNDA PALABRA DE LA VIRGEN


    “En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad (…) Y todos se decían: ‘¿Qué palabra es esta? Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen’” (Lc. 4, 31-32.36).


    Con la mirada puesta en la fiesta de la Natividad de la Virgen María el próximo 8 de septiembre, como ayer, queremos seguir recorriendo estos días las palabras que la Virgen pronunció en el Evangelio. La segunda es: “Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 38).


    María se presenta como un día lo hizo Abraham. Es decir, con toda su pequeñez y su pobreza que se entregan totalmente a Dios. Es como si dijera: “Aquí estoy con todo lo que soy”. Es la actitud humilde de quien abre su corazón a la gracia.


    Después se reconoce como “la esclava del Señor”. No dice: “Aquí está la madre del Rey, que es necesaria”. No dice: “Seré, pues, la madre del Señor”. Lo que afirma es: “Aquí está la esclava del Señor”. El esclavo no reclama salario, no conserva nada para sí, vive en la gratuidad total. Así es María, enteramente de Dios, enteramente para Él. En esa pobreza radical resplandece su grandeza, porque quien se humilla será enaltecido.


    Cuando pronuncia su “hágase” se abre paso una nueva creación. El primer “hágase” en la Biblia fue: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Pero ahora María inaugura la nueva creación, la humanidad nueva en Cristo. No hay ni sombra de pasividad en sus palabras, sino cooperación activa con la obra de Dios, que encuentra en Ella una tierra fecunda. Y finalmente, todo esto se sostiene “según tu Palabra”. María confía únicamente en lo que Dios ha prometido. Guarda la Palabra en su corazón y la medita en silencio como fuente de luz y de fe.


    De este modo, en estas palabras sencillas se condensa la espiritualidad de María: disponibilidad, gratuidad, confianza y fe. Ella nos enseña a dejarnos plasmar por la Palabra de Dios, a vivir sin reservas, a pertenecer solo a Él y a creer que todo lo que promete lo cumple.


    Señor Jesús, danos un corazón humilde y confiado como el de tu Madre, para que también nosotros sepamos decir cada día: “Heme aquí, hágase en mí según tu Palabra”.