Este versículo del Evangelio de hoy, junto con aquel otro de san Lucas que dice “Esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc. 2,12), son mis dos versículos favoritos de toda la Sagrada Escritura. En ellos está contenida la ternura, la simplicidad y la hondura del Evangelio entero.
Comienza con una palabra que recorre toda la Biblia y que tantas veces hemos escuchado de labios de Jesús: “No temas”. Es la misma voz que resonó en la noche del lago, cuando los discípulos vieron a Jesús caminar sobre las aguas y se llenaron de espanto: “Ánimo, soy yo, no temáis”. Es la misma palabra que Jesús resucitado dirigió a las mujeres que volvían del sepulcro: “No temáis”. Y es la misma que susurra hoy a nuestra alma asustada. El miedo nos encoge, nos paraliza, nos hace olvidar quién es Él y quiénes somos nosotros para Él. Jesús no nos dice que no tengamos miedo porque no haya peligros, sino porque Él está con nosotros. Y donde Él está, el miedo no tiene la última palabra.
Después, el Señor nos llama “pequeño rebaño”. Pequeño en número, porque quienes siguen a Cristo de veras nunca serán mayoría. Pero pequeño, sobre todo, porque está formado por pequeños: los que se han hecho como niños, los sencillos y limpios de corazón, los que dependen de su Pastor. Y precisamente por ser pequeños no deben temer, porque no confían en sus propias fuerzas, sino en las de Aquel que los guarda. Un rebaño pequeño es más frágil, pero también más fácil de conducir, más unido en torno al Pastor, más atento a su voz.
Y aquí viene el centro de la promesa: “vuestro Padre”. No solo tenemos un Pastor, sino sobre todo un Padre. Y es vuestro, no de una humanidad abstracta, sino de vosotros, de los pequeños que Él ama. El Reino no es algo que tengamos que arrancarle a fuerza de méritos o conquistas; no es un salario ganado con esfuerzo. El Padre ha decidido libremente darlo, regalarlo. Así es su corazón: quiere que su Reino sea de los pequeños, de los que no tienen nada que ofrecer más que su pobreza.
Y si al Padre le ha parecido bien daros el Reino, ¿quién podrá impedirlo? ¿Qué fuerza humana o demoníaca podría arrebatar de sus manos lo que Él ha decidido entregar? Aquí nace la alegría profunda y serena: nada ni nadie podrá frustrar el designio amoroso de Dios. Este es el fundamento de nuestra paz: somos un pequeño rebaño, sí, pero tenemos un Pastor que nos guarda y un Padre que con amor nos da su Reino.
Jesús, Buen Pastor, fundamento de mi esperanza, que Tu voz ahuyente mis miedos, me mantenga siempre pequeño a tus ojos y me haga vivir cada día seguro de que el Reino es don del Padre que jamás nadie podrá arrebatarme. Amén.