jueves, 31 de julio de 2025

DAR POSADA AL PEREGRINO (IV)


    “El día uno del mes primero del segundo año fue erigida la Morada (…). Entonces la nube cubrió la Tienda del Encuentro y la gloria del Señor llenó la Morada. Moisés no pudo entrar en la Tienda del Encuentro, porque la nube moraba sobre ella y la gloria del Señor llenaba la Morada. Cuando la nube se alzaba de la Morada, los hijos de Israel levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero cuando la nube no se alzaba, ellos esperaban hasta que se alzase” (Ex. 40, 17. 34- 37).


    Israel fue un pueblo peregrino. No solo porque recorrió durante años el desierto en busca de la tierra prometida, sino porque aprendió a vivir en tiendas, a montarlas o desmontarlas cuando la Nube se alzaba, a esperar cuando la Nube permanecía. Esta Nube, presencia de Dios, indicaba cuándo caminar y cuándo detenerse. Porque Dios no se quedó en lo alto del Sinaí, ni se preparó una morada fija, sino que quiso caminar con su pueblo. La Tienda del Encuentro era como un templo portátil, que se detenía con ellos, que avanzaba con ellos, que compartía sus fatigas, sus dudas y sus pasos.


    El Dios de los peregrinos es también un Dios que se hace peregrino. No solo acompaña desde fuera, sino que habita con nosotros en medio de nuestros azares. Por eso, dar posada al peregrino es algo que toca el corazón de Dios. Porque Él mismo ha sido huésped, ha reposado en albergues humildes, ha caminado con los suyos sin tener, como Jesús nos recuerda, “dónde reclinar la cabeza” (Lc. 9,58). Quien acoge al que va de paso, al que busca, al que anda errante, al que peregrina, está dando cobijo al mismo Dios, que ha querido esconderse tantas veces en la figura del forastero.


    En la fiesta de san Ignacio de Loyola, recordamos también su autobiográfico Relato del peregrino. Firmaba sus cartas como “el peregrino”. Y lo fue: de Loyola a Montserrat, de Manresa a Jerusalén, de Salamanca a París y a Roma… de ciudad en ciudad, de encuentro en encuentro, de alma en alma. Porque peregrinar no es solo recorrer los polvorientos caminos de este mundo, sino dejar que Dios nos conduzca etapa tras etapa, sin más seguridad que su divina Providencia. De su mano, paso a paso, de regreso al Paraíso.


    Dar posada al peregrino es abrir el corazón, la casa y el alma a quien camina. Y es también acoger en nosotros la Tienda de Dios. Porque donde alguien por amor abre su puerta, allí se detiene por amor la Nube, y la gloria del Señor vuelve a llenar la Morada.


    Señor Jesús, que peregrinas con nosotros sin descanso, enséñanos a reconocerte en cada rostro cansado, a acogerte en cada paso errante, y a detenernos cuando Tú lo haces, para que nuestra vida entera sea también una tienda donde Tú habites. Amén.

miércoles, 30 de julio de 2025

VESTIR AL DESNUDO (III)


    “Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor. Aarón y todos los hijos de Israel vieron a Moisés con la piel de la cara radiante y no se atrevieron a acercarse a él. Pero Moisés los llamó (…). Cuando terminó de hablar con ellos, se cubrió la cara con un velo” (Ex. 34, 29-30. 33).


    La gloria de Dios había dejado en Moisés una huella visible: su rostro irradiaba luz. Una luz que no era suya, sino reflejo del Dios con quien había hablado. Pero esa luz, al ser contemplada por los demás, provocaba temor. Porque lo que procede de lo alto no siempre puede ser mirado sin temblor. Por eso Moisés, una vez comunicada la Palabra, se cubre el rostro con un velo. Para proteger a los otros. Para custodiar un misterio que no debía ser expuesto sin más. Hay una sabiduría en saber velar lo que es sagrado.


    La tercera obra de misericordia corporal “vestir al desnudo” nos invita a esa misma delicadeza: cubrir lo que está expuesto, proteger lo que es íntimo. Es una obra concreta y material. Significa dar ropa al que no tiene, ayudar a quien carece de abrigo, procurar que nadie pase frío en invierno ni quede expuesto en verano. Pero también implica pequeños gestos diarios: regalar una prenda que ya no usamos, ayudar a alguien a tener ropa limpia y digna, facilitar que los niños y ancianos dispongan de lo necesario según su edad y situación. Nada de eso es poca cosa. Cada uno de esos gestos es una semilla de compasión.


    El desnudo no es solo el que carece de ropa material. También es el que ha quedado al descubierto, vulnerable, en su fragilidad o en su pecado. Vestirlo es un acto de profundo respeto, de reconocimiento de su dignidad, de cuidado amoroso. Vestir no es disfrazar ni esconder: es preservar el misterio. Solo Dios ve el corazón desnudo; nosotros lo velamos con compasión.


    En el libro del Génesis, hay una escena profundamente significativa: Noé, embriagado, queda desnudo en su tienda. Uno de sus hijos lo ve y se burla. Pero los otros dos, Sem y Jafet, caminan hacia atrás y lo cubren con un manto, sin mirar su desnudez (cf. Gn. 9,22-23). Este gesto -tan físico, tan simple- es de una enorme ternura. Ellos practican, sin saberlo, una de las más bellas formas de misericordia corporal: cubrir con respeto la fragilidad del otro, incluso cuando es fruto de su propio error. No hay condena, no hay espectáculo. Solo cuidado.


    Hoy más que nunca necesitamos redescubrir esta forma de vestir al desnudo. También como respuesta firme al escándalo de la pornografía, que despoja al ser humano de su dignidad, convirtiendo su cuerpo en objeto de consumo. Allí donde el cuerpo es reducido a carne expuesta para la mirada sin amor, la misericordia nos impulsa a velarlo, a custodiarlo, a protegerlo. No como represión, sino como reverencia. Porque el cuerpo humano está llamado a ser templo, no mercado; casa de oración, no cueva de bandidos (cf. Jn. 2,13-17).


    Y no podemos olvidar que Jesús, en el Calvario, fue despojado de sus vestidos. Lo desnudaron. Lo dejaron expuesto, humillado, herido. Por eso, cada vez que vestimos al desnudo -con una manta, con una camisa, con un gesto de respeto- estamos, de algún modo, restituyendo la dignidad de Cristo en los crucificados de hoy.


    Señor Jesús, que sepa descubrir tu rostro en los cuerpos heridos y despojados de tantos hermanos. Enséñame a cubrir con amor y respeto lo que ha quedado expuesto, a cuidar con ternura lo que otros han despreciado, y a vivir cada gesto de ayuda concreta como un acto de reparación hacia ti. Amén.

martes, 29 de julio de 2025

DAR DE BEBER AL SEDIENTO (II)


    “María (…) sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: ‘Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano’. Respondiendo, le dijo el Señor: ’Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada” (Lc. 10,38-42).


    En casa de Marta y María, cuya fiesta se celebra hoy, Jesús ha sido acogido con generosidad. Marta, movida por el amor, se afana en preparar la comida y la bebida. No es poco lo que hace: Jesús viene caminando, cansado y sediento, y ella quiere atenderle bien. No está lejos del espíritu de aquella palabra que luego Él mismo pronunciará: “El que dé de beber, aunque sea solo un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt. 10,42). Marta representa a tantos hombres y mujeres que sirven con sus manos, que cuidan del cuerpo del otro, que alivian la sed material, la fatiga del camino, el calor del día. Ella vivió literalmente esta obra de misericordia.


    Jesús, en el pozo de Sicar, dijo a la samaritana: “Dame de beber” (Jn. 4,7), y en la cruz, “para que se cumpliera la Escritura, dijo: ‘Tengo sed’” (Jn. 19,28). Pero no debemos olvidar que esa sed, aun siendo también espiritual, se manifestó en un cuerpo real, que conoció la fatiga y el calor del mediodía. Marta atiende esa sed concreta. No basta hablar del alma si descuidamos el cuerpo. La misericordia comienza muchas veces con un vaso de agua, con una bebida ofrecida al que llega, con una copa compartida. Como hizo Jesús en la Última Cena, cuando “tomó una copa, dio gracias y se la dio (a los discípulos) diciendo: ‘Bebed todos de ella’” (Mt. 26,27). Y a través de una bebida material, comenzó a saciar plenamente también una sed espiritual.


    Y sin embargo, ese beber se abre también a otro horizonte. Jesús había proclamado en Jerusalén: “El que tenga sed que venga a mí y beba; el que cree en mí —como dice la Escritura— de sus entrañas manarán torrentes de agua viva” (Jn. 7,37-38). El agua que Él ofrece sacia de verdad. Por eso, cuando somos capaces de dar de beber al sediento —de forma concreta y corporal—, le ayudamos también a participar de esa fuente profunda que brota de Cristo. Marta lo entendió a su modo: dando de beber a Jesús, dio de beber a la Fuente misma. María, su hermana, escogió la parte mejor al escuchar. Pero la parte de Marta tampoco será olvidada: también ella le ofreció descanso, agua, alimento. También ella, patrona de la hostelería, encarnó la verdadera hospitalidad.


    Señor Jesús, que dijiste que ni siquiera un vaso de agua fresca ofrecido por amor quedará sin recompensa, hazme sensible a las pequeñas necesidades de los demás. Que no desprecie los gestos sencillos, las obras humildes, los servicios callados. Enséñame que cuando doy de beber a un sediento, cuando alivio la fatiga de un cuerpo, estoy tocando un misterio más grande: el del amor que Tú mismo nos tuviste al servirnos. Que nunca me canse de hacer el bien, aunque sea pequeño. Y que comprenda que en cada acto de misericordia corporal se esconde una gracia que viene de lo alto. Amén.

lunes, 28 de julio de 2025

DAR DE COMER AL HAMBRIENTO (I)

 



    “‘El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta’. Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’” (Mt. 13, 33-35).


    Emprendemos esta semana la tarea de poner en relación el Evangelio del día con cada una de las siete obras de misericordia corporales.

    La levadura parece muy poca cosa. No tiene una forma atractiva, ni color, ni olor ni mucho menos sabor atrayentes. Pero al ser introducida en la harina, sin ruido, sin llamar la atención, sin imponerse, transforma silenciosamente toda la masa. Y así es también el Reino que Dios siembra en el mundo, así es su modo de actuar: no desde fuera, sino desde dentro. No por imposición, sino por comunión. No para conquistar, sino para alimentar.


    El Evangelio de hoy nos ayuda a contemplar, en clave de “dar de comer al hambriento”, esta levadura escondida que da su fuerza a la masa entera. El pan que comemos, alimento diario del cuerpo, no nace sin el trabajo escondido de muchos: quien siembra, quien siega, quien trilla, quien muele, quien amasa, quien hornea… Y la levadura misma, que nadie ve, es la imagen de lo pequeño y escondido que lo transforma todo.


    La misericordia se parece a la levadura. Cuando damos de comer al hambriento no sólo compartimos pan, sino que compartimos Reino. Hacemos presente, con un gesto humilde, la fuerza escondida del amor de Dios. Alimentar a otro no es solo cubrir una necesidad física: es reconocerlo como hermano, dignificarlo, decirle con un trozo de pan: “tú me importas, tú existes para mí, al igual que existes y cuentas para Dios”. Y ese gesto sencillo fermenta la masa del mundo, y nos permite seguir alentando la esperanza que da sentido a nuestras vidas.


    Señor Jesús, Pan vivo bajado del cielo, Tú eres la levadura escondida del Reino. Ayúdanos a no descuidar los gestos humildes de amor al prójimo, porque en ellos Tú te haces presente y manifiestas la transformación que aguarda al mundo. Que sepamos alimentar, no solo los cuerpos de los hambrientos, sino también sus corazones heridos. Amén.

domingo, 27 de julio de 2025

PETICIÓN


    Hoy domingo he pensado en tantos hermanos sacerdotes que, en medio de sus múltiples trabajos, se esfuerzan por encontrar alguna idea luminosa en la Palabra de Dios que han de predicar. Creo que, en más de una ocasión, lo que comparto con ustedes en este Blog (y también en mi Canal de Telegram) podría servirles de ayuda o inspiración.

    Por eso, les animo a hacer llegar los enlaces del blog o del canal, donde escribo a diario desde el 30 de noviembre de 2024, a aquellos sacerdotes conocidos o amigos que, tal vez, puedan encontrar algo que les sirva o les inspire. Gracias.

ORAR POR LOS VIVOS Y LOS DIFUNTOS (VII)


    “Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: ‘Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos’. Él les dijo: ‘Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación’” (Lc. 11,1-4).


    Hoy es domingo, y nosotros llegamos a la última de las siete obras de misericordia espirituales: orar por los vivos y los difuntos. Durante toda esta semana hemos intentado poner en relación el Evangelio de cada día con una de estas obras silenciosas y fecundas que purifican el corazón y sostienen el mundo. Hoy Jesús mismo nos enseña a practicarla, como respuesta al deseo humilde de los suyos: “Señor, enséñanos a orar”. 

    Y en sus labios, la oración se hace súplica confiada al Padre, pan de cada día compartido, perdón ofrecido y recibido, ruego de protección contra el mal. Todo está ahí: la vida presente y la futura; las intenciones espirituales y las materiales; los vivos y los difuntos; el Reino que llega y la tentación que acecha. La oración lo abraza todo, lo abarca todo, a todo llega.


    Orar por los vivos es llevarlos en el corazón y presentarlos con fe al Padre: los que amamos, los que no nos aman, los que sufren, los extraviados, los que buscan. No hay nadie excluido de esta intercesión. Basta con pensar su nombre en silencio y dejarlos en manos de Dios. Y orar por los difuntos es un acto de amor perseverante, de fe en que el vínculo que nos une no se rompe con la muerte, de esperanza cierta. En la comunión de los santos, nuestra oración los alcanza, los consuela y los purifica.


    Jesús nos ha dicho cómo orar: no como un rito formal ni como un deber impuesto, sino como hijos que confiadamente se dirigen a su Padre. Nos permite hacer nuestra su oración, y al repetirla una y otra vez, el corazón se transforma. Ya no se trata solo de pedir, sino de unirnos a Él en su clamor. Y desde esa comunión, el alma se vuelve intercesora, mediadora, canal de gracia para vivos y difuntos.


    Señor Jesús, enséñame a orar como Tú orabas. Que en mi corazón estén presentes los vivos que amo y los difuntos que me esperan. Que mi súplica sea humilde, confiada y fiel, y que nunca deje de invocar al Padre con las palabras que Tú nos enseñaste. Así sea.

sábado, 26 de julio de 2025

SOPORTAR CON PACIENCIA LOS DEFECTOS DEL PRÓJIMO (VI)


    “Fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?’ Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho’. Los criados le preguntan: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’ Pero él les respondió: ‘No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero’” (Mt. 13, 27-30).


    La sexta obra de misericordia espiritual nos invita a “soportar con paciencia los defectos del prójimo”. Y esa invitación no se opone a la caridad fraterna, sino que nace de ella. Porque hay ocasiones en que la misericordia nos exige corregir los defectos, advertir al que yerra, exhortar con amor. Pero en otros casos, esa corrección resulta imposible, o inoportuna, o incluso dañina. Entonces es el momento de la paciencia: de soportar con humildad y esperanza, de confiar en que Dios sigue actuando, de aceptar que este tiempo —el nuestro— es tiempo de crecimiento y de maduración, y que el juicio le pertenece solo a Él.


    Así, precisamente, lo enseña el Evangelio de la misa de hoy. Los criados, al ver crecer la cizaña junto al trigo, quieren arrancarla de inmediato. Pero el amo se lo impide: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo”. Es una pedagogía del tiempo. El Señor no niega que haya mal, que haya errores, que haya sombras. Pero nos enseña que no siempre conviene intervenir. Hay un modo de corregir que puede destruir. Y hay un modo de esperar que prepara la salvación.


    Soportar con paciencia no significa resignarse, ni mirar hacia otro lado, ni dejar que el mal campe a sus anchas. Significa más bien reconocer que no somos los jueces del corazón ajeno, que el otro está también en camino, y que muchas veces los defectos que nos resultan más incómodos son solo circunstancias de una historia que no conocemos. Soportar con paciencia es amar al otro en su estado actual, no en el ideal. Es acompañarlo sin exigirle lo que aún no puede dar. Es sostener con ternura el peso de lo que todavía no ha sido transformado.


    Jesús, enséñame a mirar como Tú. A corregir cuando lo pidas, y a esperar cuando lo mandes. Que no me precipite en juzgar, ni me canse de esperar. Que sepa soportar con paciencia, sin “romperme”, el peso de los defectos de mi prójimo, como Tú soportas cada día los míos. Y que acierte a colaborar humildemente en la obra de tu Reino, aun sin comprender todos sus tiempos. Amén.

viernes, 25 de julio de 2025

CONSOLAR AL TRISTE (V)


    “(Preguntó Jesús) ‘¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?’. Contestaron: ‘Podemos’. Él les dijo: ‘Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre’” (Mt. 20,22-23).


    Hoy, coincidiendo con la celebración de la fiesta del apóstol Santiago, patrono de España, deberemos considerar la quinta obra de misericordia espiritual. La tradición cuenta que en el año 844, en la batalla de Clavijo, cuando las tropas cristianas se veían superadas por el enemigo musulmán, Santiago se apareció montado en un caballo blanco, y su intervención fue decisiva para cambiar el curso del combate. Aquel auxilio encendió la esperanza en el corazón de los cristianos. No fue solo una victoria militar, sino un signo de que el cielo no abandona nunca en su lucha a los que son fieles.


    ¿No es esta, en el fondo, una forma sublime de consolar al triste? Cuando todo parece perdido, cuando el enemigo es más fuerte… Dios envía un signo de su presencia, una ayuda inesperada que no solo cambia el curso de la batalla, sino que reaviva la esperanza. El consuelo del cielo no es una emoción pasajera, sino una certeza profunda de que no estamos solos, incluso en el sufrimiento.


    En el Evangelio de hoy, Jesús no promete éxitos ni lugares de honor. Al contrario, ofrece un cáliz. “Mi cáliz lo beberéis”, dice. Pero no es un anuncio trágico: es una invitación a compartir con Él el camino de la entrega, del servicio, de la fidelidad hasta el final. Es ese cáliz -amargo, pero fecundo- el que Santiago bebió con valor, y por eso su vida se convirtió en un consuelo para muchos.


    Consolar al triste no es solo ofrecer palabras dulces. Es estar presente cuando el otro bebe su cáliz, cuando se siente abatido, superado, herido. Es recordarle que el cielo no lo ha abandonado, que la historia no está cerrada, que aún en la noche, puede aparecer un jinete luminoso que le recuerde que Dios pelea con él. A veces, consolar es simplemente recordar con firmeza que Dios no se retira, que permanece a nuestro lado, tanto en el Getsemaní como en el Calvario.


    Santiago, apóstol de Jesús, consuela a esta tierra que has protegido durante siglos. Ruega por España, para que no pierda la fe, y despierta en nosotros el deseo de servir, de acompañar y de consolar a los hermanos con la fuerza del Espíritu. Amén.

jueves, 24 de julio de 2025

PERDONAR LAS INJURIAS (IV)


    “Porque miran sin ver y oyen sin escuchar ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías: ‘Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído y han cerrado los ojos; para no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure’. Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen” (Mt. 13,13-16).


    Con nuestros oídos escuchamos palabras que nos hieren, que nos juzgan, que nos ofenden. Con nuestros ojos vemos actitudes que nos rechazan, miradas cargadas de desprecio o de indiferencia. Y todo en nosotros tiende, casi instintivamente, a responder con dureza: con resentimiento, con desprecio, con juicio o venganza. Incluso cuando no lo manifestamos, interiormente nos cerramos, nos distanciamos, dejamos de amar.


    Pero no es así en Dios. Él también ve, Él también oye. También Él contempla nuestras resistencias, nuestros olvidos, nuestras palabras necias y nuestras obras que le ofenden. Y sin embargo, lo que se despierta en Él no es rencor, ni despecho, ni castigo. En Él se desencadena una verdadera oleada de compasión. Frente a nuestras injurias, Dios reacciona con misericordia. Frente a nuestro pecado, Él responde con amor.


    Por eso Jesús nos dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5,48). No se trata de una perfección que equivalga a “sin mancha”, sino de la perfección del amor incondicional. La actitud de quien, aun sintiendo todo el peso del mal, no se cierra en sí mismo ni se endurece. Una perfección que consiste en amar incluso cuando no se es amado. 


    Pero el Señor sabe que esto no nos es natural. Porque está embotado nuestro corazón. Como dice el Evangelio: “Está embotado el corazón de este pueblo”. Y con un corazón embotado no sabemos ver como Dios ve, ni oír como Él oye, ni reaccionar como Él reacciona. Por eso necesitamos que Él nos cure, que nos conceda ojos nuevos y oídos nuevos. “Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. Bienaventurados, sí, si saben ver más allá de la ofensa, si saben oír más allá del insulto. Bienaventurados si no se dejan atrapar por el daño recibido, sino que siguen abiertos a la gracia y a la misericordia. 


    Perdonar las injurias no es debilidad, es reflejo de Dios. No es un simple olvido, sino amor que rechaza ser vencido por el mal. Es el milagro de un corazón que, aunque embotado, ha sido tocado por la ternura del Padre y comienza a reaccionar como Él.


    Jesús, cura mi corazón embotado. Haz que mis ojos vean como los tuyos, que mis oídos escuchen como los tuyos, y que mi alma sepa perdonar como Tú perdonas. Hazme bienaventurado en el perdón. Amén. 

miércoles, 23 de julio de 2025

CORREGIR AL QUE YERRA (III)


    “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn. 15, 1-4).


    Hoy celebramos la fiesta de santa Brígida de Suecia, co-patrona de Europa, mística y madre de familia, fundadora y peregrina, testigo fiel del Evangelio. Pero seguimos adelante con el propósito que nos guía estos días: establecer un contacto entre el Evangelio de la misa del día y las obras de misericordia espirituales. Corresponde hoy la tercera: corregir al que yerra. 

    A primera vista, el Evangelio no parece hablar de corrección, pero si leemos, meditamos y escuchamos con el corazón, descubrimos que en él se encierra una profunda enseñanza sobre la corrección misericordiosa de Dios. Jesús habla de la vid y los sarmientos, y del trabajo del labrador, que poda al que da fruto para que dé más fruto. Esta poda no es un castigo, sino una forma de amor. Corregir es cuidar lo que nos importa de veras. Podar es descubrir la belleza de lo genuino, aligerándolo de añadiduras estériles. Dios Padre, como buen labrador, no actúa por impulsos, sino con paciencia para que cada sarmiento dé el fruto que está llamado a dar. También su Palabra nos limpia: corta lo que estorba, purifica lo que impide crecer.


    Corregir al que yerra no es juzgarlo ni condenarlo, sino amarle lo suficiente como para no dejarlo en su error. Implica discernimiento, respeto, humildad y, sobre todo, caridad. La corrección fraterna nace de una estrecha comunión: “permaneced en mí, y yo en vosotros”. Solo si estamos unidos a Cristo, si permanecemos en Él, nuestras palabras podrán ser verdaderamente fecundas. Corregir desde fuera, sin esta comunión, es herir; corregir desde Cristo es servir a la verdad con mansedumbre. A veces la corrección duele como duele la poda, pero si viene de Dios -o de alguien que habla en su nombre-, es fecunda, sana y salva. Cuánto bien hace una palabra dicha a tiempo, con claridad y amor. Cuánto daño evitamos a un hermano si, con delicadeza, lo ayudamos a volver al camino.


    Hoy hay muchas personas que yerran, muchas vidas que se tuercen por influjo del mundo, muchas decisiones que apartan del Evangelio. Por eso también hoy es necesaria la corrección fraterna, como acto de misericordia. No se trata de imponer, ni de controlar, sino de amar con lucidez. A veces una advertencia sencilla puede evitar una caída. Para eso, como hemos dicho, primero hay que estar muy unidos a Cristo, para no corregir desde la vanidad, la irritación o la superioridad. Cuando corregimos desde la Vid verdadera, nuestras palabras se llenan de savia y de fruto. Que el Espíritu Santo nos enseñe a corregir con ternura, a podar con amor, a hablar desde el corazón de Cristo.


    Señor Jesús, Vid verdadera, que purificas con tu Palabra y das fruto en quienes permanecen en ti: haznos instrumentos de tu misericordia, capaces de corregir con humildad y amor a quienes se extravían. Amén.

martes, 22 de julio de 2025

DAR CONSEJO A QUIEN LO NECESITA (II)


    (María Magdalena) se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: ‘Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?’. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: ‘Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré’. Jesús le dice: ‘¡María!’. Ella se vuelve y le dice: ‘¡Rabbuní!’, que significa: ‘¡Maestro!’ Jesús le dice: ‘No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro’” (Jn. 20, 14-17).


    María Magdalena está perdida en su dolor, cegada por el llanto, llena de desconcierto ante la tumba vacía. Busca a Jesús con amor, pero no sabe qué hacer ni a dónde dirigirse. Es entonces cuando el Resucitado se hace presente, sin imponerse, sin reproches. Le habla con suavidad, le hace una pregunta que no juzga ni presiona: “¿Por qué lloras?”. Y en ese diálogo, que despierta la fe en el corazón, Jesús le da el consejo más decisivo: “Anda, ve a mis hermanos y diles…”. No se trata de una recomendación superficial, sino de una orientación que transforma su vida y la convierte en la primera testigo de la Resurrección, apóstol de los apóstoles. María, que no sabía qué hacer con su dolor, recibe una luz: no está sola, no ha sido engañada, no todo ha terminado. Tiene una misión.


    Dar buen consejo al que lo necesita no es ofrecer una solución fácil, ni proporcionar respuestas rápidas. Es acompañar en la oscuridad, escuchar sin impaciencia, y luego —cuando Dios así lo indica— pronunciar una palabra de su parte que orienta, que ilumina, que devuelve al alma la esperanza, que infunde alegría interior, que señala un camino. Jesús no da un consejo cualquiera: le muestra a María que no debe quedarse reteniéndolo, que su búsqueda ahora debe abrirse a una nueva forma de presencia, más honda, más interior y al mismo tiempo más comunitaria. La invita a mirar hacia arriba, hacia el Padre, y hacia los hermanos. Todo consejo evangélico auténtico es así: nos hace salir de nosotros mismos, nos ordena hacia Dios y hacia los demás.


    Hoy sigue habiendo muchas personas que lloran y se angustian sin saber dónde buscar, sin reconocer a Jesús presente en su vida. También ellas necesitan un buen consejo, nacido del Evangelio, transmitido con respeto, amor, fe y discernimiento. A veces bastará una palabra; otras veces será una promesa, o una invitación; quizá una pregunta serena, o una verdad compartida. Si estamos atentos, si escuchamos al Espíritu y a nuestro hermano, Él nos hará instrumentos de esa misericordia que sabe orientar a quienes están perdidos.


    Señor Jesús, buen consejero del alma humana, que consolaste a María Magdalena llamándola por su nombre, revelándole su vocación y mostrándole el camino: ayúdanos a ser luz para los que están confundidos, palabra para los que dudan, consejo para los que buscan. Amén.