“El día uno del mes primero del segundo año fue erigida la Morada (…). Entonces la nube cubrió la Tienda del Encuentro y la gloria del Señor llenó la Morada. Moisés no pudo entrar en la Tienda del Encuentro, porque la nube moraba sobre ella y la gloria del Señor llenaba la Morada. Cuando la nube se alzaba de la Morada, los hijos de Israel levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero cuando la nube no se alzaba, ellos esperaban hasta que se alzase” (Ex. 40, 17. 34- 37).
Israel fue un pueblo peregrino. No solo porque recorrió durante años el desierto en busca de la tierra prometida, sino porque aprendió a vivir en tiendas, a montarlas o desmontarlas cuando la Nube se alzaba, a esperar cuando la Nube permanecía. Esta Nube, presencia de Dios, indicaba cuándo caminar y cuándo detenerse. Porque Dios no se quedó en lo alto del Sinaí, ni se preparó una morada fija, sino que quiso caminar con su pueblo. La Tienda del Encuentro era como un templo portátil, que se detenía con ellos, que avanzaba con ellos, que compartía sus fatigas, sus dudas y sus pasos.
El Dios de los peregrinos es también un Dios que se hace peregrino. No solo acompaña desde fuera, sino que habita con nosotros en medio de nuestros azares. Por eso, dar posada al peregrino es algo que toca el corazón de Dios. Porque Él mismo ha sido huésped, ha reposado en albergues humildes, ha caminado con los suyos sin tener, como Jesús nos recuerda, “dónde reclinar la cabeza” (Lc. 9,58). Quien acoge al que va de paso, al que busca, al que anda errante, al que peregrina, está dando cobijo al mismo Dios, que ha querido esconderse tantas veces en la figura del forastero.
En la fiesta de san Ignacio de Loyola, recordamos también su autobiográfico Relato del peregrino. Firmaba sus cartas como “el peregrino”. Y lo fue: de Loyola a Montserrat, de Manresa a Jerusalén, de Salamanca a París y a Roma… de ciudad en ciudad, de encuentro en encuentro, de alma en alma. Porque peregrinar no es solo recorrer los polvorientos caminos de este mundo, sino dejar que Dios nos conduzca etapa tras etapa, sin más seguridad que su divina Providencia. De su mano, paso a paso, de regreso al Paraíso.
Dar posada al peregrino es abrir el corazón, la casa y el alma a quien camina. Y es también acoger en nosotros la Tienda de Dios. Porque donde alguien por amor abre su puerta, allí se detiene por amor la Nube, y la gloria del Señor vuelve a llenar la Morada.
Señor Jesús, que peregrinas con nosotros sin descanso, enséñanos a reconocerte en cada rostro cansado, a acogerte en cada paso errante, y a detenernos cuando Tú lo haces, para que nuestra vida entera sea también una tienda donde Tú habites. Amén.