lunes, 31 de marzo de 2025

EL SIGNO ES EL CAMINO


    “El funcionario insiste: ‘Señor, baja antes de que se muera mi niño’. Jesús le contesta: ‘Anda, tu hijo vive’. El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando cuando sus criados vinieron a su encuentro, diciéndole que su hijo vivía” (Jn. 4,49-51).


    Este hombre anónimo, un padre desesperado, se acerca a Jesús desde el dolor más hondo: su hijo se muere. No le importa la distancia, ni su prestigio de funcionario real, ni las posibles respuestas que recibirá. Solo quiere vida para su hijo. Suplica: “Señor, baja antes de que se muera mi niño”. Pero en lugar de una promesa inmediata, parece recibir un reproche: “Si no veis signos y prodigios, no creéis”. Nosotros, al leerlo, hemos pensado muchas veces que esas palabras iban dirigidas a él. Sin embargo, el relato demuestra lo contrario. Jesús, que conoce los corazones, ve la fe silenciosa de aquel hombre. Y lo prueba el hecho de que, sin realizar signo alguno, sin bajar con él, sin pedirle nada más, le dice: “Anda, tu hijo vive”. Es una palabra poderosa que contiene una bendición y un aliento a su confianza. No está dicha para reprender, sino para confirmar una fe que ya vive en él, aunque sea oscura y temblorosa.


    Es probable que aquel hombre sintiera dolor al oír las palabras duras de Jesús. Pero ese dolor no fue suficiente para hacerlo retroceder. Porque hay otro dolor más grande en su interior: el de un padre que se aferra a la esperanza de salvar a su hijo. No le importó sentirse injustamente juzgado. No discutió. No pidió explicaciones. Se aferró a la palabra de Jesús como a una tabla de salvación. Y se puso en camino. Ese camino es el verdadero protagonista del relato. Porque es un camino de fe, puro, limpio, silencioso. El hombre no ha visto nada, no tiene pruebas, no lleva a Jesús consigo. Solo va caminando con una palabra en el corazón: “tu hijo vive”.


    Ese es el signo: el camino. Cada paso que da es un acto de confianza, cada hora de espera es una oración, cada instante de silencio es una adhesión incondicional. No vuelve a casa con una señal, sino con la fe desnuda. Y por eso, en ese camino de fe, sale a su encuentro la buena noticia: “tu hijo vive”. Y luego llegará la plenitud: el reconocimiento de que fue en aquella misma hora bendita, y la alegría de ver a toda su casa creer en Jesús. Todo por haber acogido una palabra con fe y haber emprendido un camino sin ver.


    Jesús, Tú pronuncias palabras que salvan, aunque a veces también hieren: enséñame a no detenerme en el reproche, ni a lamentarme de las heridas. Que no me escandalice cuando me hables con firmeza, si Tú sabes lo que hay en mi corazón. Dame, Señor, una fe como la de aquel hombre: que me ponga en camino con tu palabra como única luz, y que camine, aunque no vea, sabiendo que sólo Tú das vida. Amén.

domingo, 30 de marzo de 2025

ENCONTRADO, NO REGRESADO


    “Cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc. 15,30-32).


    El hijo mayor no comprende el corazón del padre. Aunque ha permanecido siempre en casa, en realidad ha vivido como un criado más. Mira al hermano desde fuera, como si no le perteneciera ya, y le llama “ese hijo tuyo”, como si quisiera excluirlo de su familia. Y cuando habla con su padre, ni siquiera le llama padre, y se presenta a sí mismo como un siervo que no ha recibido nunca la recompensa debida, en lugar de como un hijo amado. El padre, en cambio, responde desde una verdad mucho más honda: “este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. No dice que ha vuelto ni que ha regresado, porque no lo esperaba pasivamente, sino que lo ha buscado. El padre es como el dueño de las ovejas que busca a la que se le ha perdido, o como la mujer que barre toda la casa para encontrar la moneda extraviada. En esta parábola, aunque no se mencione expresamente, sabemos que el padre ha buscado a su hijo con el alma, con los ojos, con la esperanza. Lo ha buscado con discreción y con amor. Y cuando lo ha encontrado, ha hecho fiesta.


    La perspectiva del hijo mayor es distinta: se sitúa fuera del corazón del padre y fuera de la comunión con su hermano. Cree que todo depende de méritos y recompensas, de justicia humana, de interés. No puede comprender la lógica del amor que es gratuidad, del amor que rescata, del amor que va en busca de lo perdido. No puede entender la alegría del reencuentro, porque no ha experimentado todavía el amor del padre como don inmerecido. El corazón del hijo mayor está endurecido, y por eso no puede alegrarse con el padre. Le cuesta muchísimo entender que la verdadera alegría no nace de los logros, sino del amor que restaura, que levanta, que devuelve la vida. Y quizá también él esté perdido, aunque no se dé cuenta ni nunca se haya ido. Quizá también él necesite ser encontrado por el padre.


    Padre eterno, abre mi corazón para comprender el tuyo. Que no mire a mis prójimos desde fuera, como a extraños que no me importan, sino que los reconozca como hermanos míos e hijos tuyos. Haz que no me quede fuera de la fiesta por no entender tu amor. Búscame también a mí si me pierdo, y hazme volver al gozo de tu casa. Amén.

sábado, 29 de marzo de 2025

LA VERDAD DEL PECADOR


    “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18,11-13).


    El Evangelio de la misa de hoy nos trae la parabola del fariseo y el publicano. Si nos fijamos bien nos damos cuenta de que ambos oran, y ambos se dirigen a Dios con palabras que podrían parecer piadosas. Pero sólo uno de ellos muestra su verdad. El fariseo ha aprendido a cubrirse con una máscara de religiosidad: cumple, da gracias, practica con rigor, se compara… pero no se expone. En el fondo, se defiende ante Dios, como si tuviera que justificar su lugar en el templo. No hay lugar para la luz de Dios en su oración porque ya está lleno de sí mismo. Por eso ni siquiera pide. Sólo se exhibe, convencido de que la justicia de su vida está en lo que ha hecho, en su diferencia respecto a los demás. Pero no se atreve a decir quién es, quizá porque ni siquiera él mismo lo sabe. 


    El publicano, en cambio, se atreve a ser. No hace discursos ni se compara, ni menciona prácticas. Solo deja que la verdad más honda brote de su corazón herido: “soy pecador”. Esa confesión, tan desnuda y tan honda, es lo que Dios puede abrazar y sanar. En el silencio de su oración, sin méritos que mostrar ni razones para justificarse, el publicano se ofrece como es. Su humildad es su verdad. Por eso, Jesús lo pone como modelo: porque el publicano deja que Dios sea Dios. Su oración nace de una pobreza que no es fingida, sino reconocida, aceptada, confesada. Y por eso, desarmado ante la compasión divina, “bajó a su casa justificado”.


    Jesús, Tú conoces mi verdad, aunque yo intente esconderla. No me permitas orar con máscaras ni justificarme con lo que hago. Enséñame a presentarme ante ti como soy, sin comparaciones ni excusas. Que como el publicano, sepa decirte desde el corazón: ten compasión de mí, que soy pecador. Amén.

viernes, 28 de marzo de 2025

AMAR COMO RESPUESTA


    “El escriba replicó: ‘Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de Él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’. Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: ‘No estás lejos del Reino de Dios’” (Mc. 12,32-34).


    Jesús, Maestro bueno, que nunca dejas de atender a quien se acerca a ti con sinceridad: yo también me acerco hoy a ti, no para ponerte a prueba, sino para dejarme iluminar por la Palabra de Vida que brota de tu Corazón. Tú sabes que, en medio de tantas reglas, normas y costumbres, a veces mi fe se vuelve ritual, pura apariencia, desconectada del amor. Por eso te suplico: enséñame a amar. Enséñame a centrar toda mi existencia en el amor a Dios con todo mi corazón, con todo mi entendimiento, con todo mi ser. No quiero quedarme en lo exterior ni vivir una religión vacía. Quiero vivir una relación viva contigo, una amistad que transforme todo lo que soy y todo lo que hago.


    Hazme comprender que ese amor a Dios no puede vivirse sin el amor al prójimo. No permitas que me refugie en rezos y gestos religiosos para eludir el compromiso concreto con quienes me necesitan. Que no me engañe pensando que te amo si no soy capaz de amar a quien tengo al lado. Ayúdame a ver en el rostro del otro tu propio rostro: en el del pobre, en el del enfermo, en el de quien está solo, en el del que me incomoda, incluso en el del que no piensa como yo. Que mi fe no sea una coartada para juzgar, sino una fuerza para servir, para perdonar, para acoger, para levantar.


    Gracias por la figura de este escriba que se atrevió a decir: “Muy bien, Maestro, tienes razón”. En medio de un ambiente hostil, él supo reconocer la verdad. Dame también a mí un corazón abierto, capaz de escuchar, incluso cuando lo que Tú dices me cuestiona. No permitas que me esconda tras mis seguridades religiosas. Hazme dócil a Tu Palabra, disponible y sincero. Y cuando me digas, como a él: “No estás lejos del Reino de Dios”, ayúdame a no conformarme con estar cerca. No quiero quedarme en la puerta, ni observar desde lejos. Llévame dentro, Señor. Atráeme a Tu Reino. Haz que dé el paso, que me decida, que me entregue del todo. Porque no quiero vivir a medias. Quiero seguirte con todo mi corazón, sin reservas. Tú, que eres el Reino hecho carne, ¡ven a reinar en mí! Así sea.

jueves, 27 de marzo de 2025

EL MÁS FUERTE


    “Pero si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si llega otro más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte su botín” (Lc. 11,19-22).


    El Señor se presenta como el más fuerte, aquel que ha venido a vencer al diablo, a irrumpir en el reino del mal y liberar a los cautivos. La imagen del hombre fuerte que guarda su palacio con sus armas simboliza la seguridad del mal (que es sólo apariencia), reflejada en las estructuras de pecado. Pero Jesús no pacta con ese poder, no negocia con el maligno: lo vence. Lo vence con el “dedo de Dios”, una expresión que evoca la acción directa del Espíritu Santo, y que aparece también en el episodio del Sinaí cuando Dios escribió la ley sobre las tablas.


    Jesús no necesita signos espectaculares en el cielo. Su vida entera es un signo permanente del amor del Padre. Cada vez que cura a un enfermo, cada vez que perdona un pecado, cada vez que libera a un poseído, está realizando signos de vida y el Reino de Dios irrumpe en el presente. Sin embargo, muchos no ven, no quieren ver. Cierran sus ojos y su corazón. La ceguera voluntaria es la más oscura, porque en ella no hay ignorancia sino obstinación. Rechazar la Luz porque viene en forma humilde es más que incredulidad: es pecado contra el Espíritu.


    En el combate espiritual de nuestra vida, no luchamos solos. El más fuerte ya ha venido. Ha vencido al tentador, y lo ha despojado de sus armas. Pero ahora nos toca a nosotros abrirle la puerta, dejar que Él reine en nuestro corazón, vivir bajo el poder de su Espíritu. La vida cristiana es vivir en este Reino que ya ha llegado, aunque todavía esperamos su plenitud.


    Jesús, vencedor del mal, fuerte y armado con las armas de un Dios que es amor, no permitas que dude de tu poder ni que te atribuya lo que viene del enemigo. Que nunca me cierre a tu acción por miedo, por orgullo o por tibiezaa. Ven, con la fuerza de tu Espíritu, y reina en mi vida. Amén.


miércoles, 26 de marzo de 2025

LA LEY QUE ILUMINA Y LIBERA



    “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos” (Mt. 5,17-19).


    Jesús no ha venido a traernos una libertad entendida como ausencia de normas, sino la libertad verdadera que se realiza en el amor. Él no destruye la Ley, la eleva. No niega los mandamientos, los lleva a su cumplimiento más profundo. La Ley no es una cárcel para el hombre, sino una brújula que lo orienta hacia la Vida. Los mandamientos no son cadenas, sino senderos seguros que Dios ha trazado con amor para que sus hijos no se pierdan. Y esta Ley -la del Antiguo Testamento y la del Evangelio- tiene un mismo origen: ha sido inspirada por Dios y nos revela su voluntad. Por eso debe ser respetada y acogida como don, no como carga. Cuando el corazón está sano y ama, la Ley no pesa ni oprime. Al contrario, se vuelve una alegría cumplirla, porque es la voluntad del Padre.


    Jesús conoce el peligro del corazón humano cuando este se enferma de egoísmo, de autosuficiencia, de soberbia. Entonces se puede cumplir externamente la Ley, pero desvirtuarla desde dentro. O se puede rechazar como si fuera un obstáculo a la libertad, cuando en realidad es el cauce para caminar hacia la verdad y la vida. Por eso Jesús nos llama a una fidelidad que no es farisaica ni de fachada, sino una fidelidad interior, coherente, limpia. Su exigencia no es solo de conducta, sino de corazón. 

No vale cumplir sin amar. No basta enseñar sin vivir. La Ley alcanza su plenitud cuando se convierte en camino de amor.


    La Palabra de Jesús nos devuelve hoy la alegría de sabernos guiados. No estamos solos ni perdidos. El Padre nos ha dado su Ley como un don precioso. Jesús la ha vivido en plenitud y nos ha enseñado a caminar en ella con sinceridad y libertad interior. No tengamos miedo de la exigencia del Evangelio. No es una carga pesada, es una Luz que nos conduce a la Vida.


    Jesús mío, Tú no has venido a quitarme nada, sino a darme el todo. Has venido a mostrarme el verdadero sentido de la Ley, que no es dominio ni opresión, sino una expresión de tu amor que me cuida, me protege y me conduce hacia ti. Haz que no tema tus mandamientos, sino que los acoja como una bendición. Y líbrame del engaño de un corazón dividido, que o aparenta obediencia y no ama, o proclama libertad y se aleja de la verdad. Amén.

martes, 25 de marzo de 2025

PRODIGIO DE HUMILDAD Y FE


    “El ángel, entrando en su presencia, dijo: ‘Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo’. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: ‘No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin’. Y María dijo al ángel: ‘¿Cómo será eso, pues no conozco varón?’. El ángel le contestó: ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios’” (Lc. 1,28-35).


    En la hora de la Anunciación, la Virgen María aparece envuelta en un silencio lleno de escucha. Entra el ángel, y su saludo abre nuevas perspectivas en la vida de aquella doncella nazarena. Dios se dirige a Ella llamándola por su verdadero nombre: “llena de gracia”. María no se engrandece con esta revelación, sino que se turba. Quien es humilde no se entristece por lo poco que tiene, sino que se maravilla de lo mucho que Dios le da sin merecerlo. Así es María: toda de Dios, y por eso no se mira a sí misma. “¿Qué saludo es este?” -se pregunta-, como si no comprendiera cómo Dios puede hablarle así a una criatura como Ella.


    Pero la fe no consiste en comprender, sino en acoger. Y tampoco la humildad impide hablar, sino que hace que la palabra sea limpia, sincera y confiada. Así, María no pone condiciones, aunque pregunta con la confianza de quien sabe que no se trata de una obra suya, sino de una acción de Dios en Ella. El Espíritu Santo vendrá, el Altísimo la cubrirá con su sombra, y la Virgen -desde su pobreza- se convertirá en Madre del Hijo de Dios. María no entiende, pero cree. No ve el camino, pero da el paso. No posee nada, pero se entrega del todo. En Ella, la fe y la humildad se abrazan. Y ese abrazo da lugar a la Encarnación.


    Jesús, Hijo del Altísimo, nacido de María, concédeme una fe como la de tu Madre: no ruidosa, sino silenciosa; no prepotente, sino pobre; no curiosa, sino abierta a tu Palabra. Enséñame también a turbarme cuando me hables, a no confiar en mí, sino en ti; y a decirte mi “hágase” con toda el alma, aunque no entienda nada. Amén.

lunes, 24 de marzo de 2025

LA FE SENCILLA




    “Naamán se puso furioso y se marchó diciendo: ‘Yo me había dicho: Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra. El Abaná y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio’. Dándose la vuelta, se marchó furioso. Sus servidores se le acercaron para decirle: ‘Padre mío, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? ¡Cuánto más si te ha dicho: Lávate y quedarás limpio!’. Bajó, pues, y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio” (2 Re. 5,11-14).

    Todos somos Naamán. El corazón humano tiene una secreta inclinación hacia lo complicado. Nos parece que las cosas importantes deben exigir mucho esfuerzo, procedimientos sofisticados, rituales minuciosos. Como Naamán, cuando esperamos una intervención divina, proyectamos sobre Dios nuestras propias ideas de grandeza, de espectacularidad o de mérito. Y cuando Dios responde con algo demasiado sencillo —demasiado al alcance, demasiado humilde—, nos sentimos defraudados. Queremos que Dios actúe como nosotros imaginamos que debería hacerlo, no como Él quiere. Pero Dios es sencillamente Dios, y su poder se revela en la humildad, en lo cotidiano, en lo que no llama la atención.


    Naamán, leproso, poderoso, ofendido… representa al hombre herido que busca salvación, pero quiere salvarse a su modo. Y los criados —pequeños, discretos, sensatos— son la voz de la verdadera sabiduría: si te hubieran mandado algo difícil, lo habrías hecho; ¡cuánto más cuando solo te pide que confíes! Es la fe la que limpia, no el agua; es la obediencia confiada la que cura, no el gesto en sí mismo. Dios actúa donde encuentra fe, y su mano cubre a quien se abandona con sencillez.


    Esta escena nos habla también de la pedagogía de Dios: nos invita a descubrir que la salvación no está sino en una Palabra que se acoge, en una señal humilde que se cumple, en una fe que se atreve a obedecer aunque no lo entienda todo. Y a esta fe ayudan los hermanos: los que están cerca, los que no brillan, pero aman; los que aconsejan con amor y sencillez. A menudo, la salvación llega a través de ellos.


    Señor Jesús, Tú que no pides cosas difíciles, sino una fe humilde, enséñame a no despreciar los caminos sencillos por los que me quieres salvar. Hazme dócil a tu Palabra, atento a los consejos de los pequeños, y capaz de reconocer en lo ordinario la fuerza de tu mano. Límpiame de mis pecados como limpiaste a Naamán, y dame un corazón nuevo, como el de un niño. Amén.

domingo, 23 de marzo de 2025

ZARZA ARDIENTE DE AMOR



    “El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: ‘Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza’. Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: ‘¡Moisés, Moisés!’. Respondió él: ‘Aquí estoy’. Dijo Dios: ‘No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado’. Y añadió: ‘Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’” (Ex. 3,2-6).


    Tú te revelas a Moisés, Señor, no en el esplendor de una puesta de sol, ni en la inmensidad del océano, ni siquiera en el fulgor de una tormenta, sino en el corazón del desierto. Y lo haces en una zarza humilde, que guarda celosamente su misterio, bien defendido por sus espinas. En ella arde una llama que no la consume, una luz que no la destruye, una presencia que no se puede abarcar ni explicar. La zarza ardiente es mysterium tremendum y mysterium fascinans: misterio que sobrecoge y hace temblar, y a la vez misterio que atrae con fuerza irresistible, que enamora y convoca, que despierta en el alma una sed que no se apaga.


    Tú lo llamas por su nombre, dos veces: “¡Moisés, Moisés!”. Y él responde como debe responder toda alma visitada por el misterio: “Aquí estoy”. Pero Tú lo detienes. No es posible avanzar hacia ti sin despojarse. “Quítate las sandalias”, le dices. Desnuda tus pies, descubre tu pequeñez, reconoce que entras en un ámbito que no te pertenece, que todo aquí es don, que esta tierra es santa no por sí misma, sino por la Presencia que la habita.


    Tú te presentas como el Dios de los padres, el Dios de la historia, el Dios fiel que no olvida. No eres una aparición fugaz, sino el Eterno que acompaña nuestras vidas. No eres una invención de nuestro deseo, sino el que ha hablado, ha prometido y ha cumplido. Y ahora llamas. Llamas desde el fuego y desde las espinas, desde la humildad de la zarza y desde la profundidad del desierto. Pronuncias mi nombre. Quieres mi disponibilidad. Pretendes entrar en mi historia.


    ¡Oh zarza ardiente de amor eterno! Misterio que me sobrecoge y me atrae, fuego que no destruye, sino que transforma. Llámame también por mi nombre. Haz que me acerque, que pregunte, que me deje invadir por tu misterio. Desnuda mi alma de todo lo que me separa de ti. Hazme consciente del suelo sagrado que piso cada día. Y enséñame a vivir en tu presencia con temor y confianza, con temblor y deseo. Amén.

sábado, 22 de marzo de 2025

CORAZÓN DE JORNALERO


    “Recapacitando entonces, se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15,17-19).


    Padre Eterno, he empezado a volver, pero quizá con los pies sucios de orgullo y el corazón todavía lleno de mí mismo. No me duele realmente haberte herido, sino haberme herido a mí mismo. No te busco por amor, sino porque el hambre y la pobreza me agobian. No recuerdo tu rostro ni tu voz, solo la mesa en la que antes comía. Ni siquiera me acuerdo de mi hermano. Solo pienso en los jornaleros que se hartan de pan, porque mi alma se ha vuelto servil e interesada, acostumbrada a calcular, a exigir, a sopesar méritos y derechos, olvidando que tu amor no se pesa ni se exige. Que se recibe o se rechaza, simplemente.


    Perdóname, Padre, porque también yo quiero hacerme un plan de regreso que me asegure algo. Me presento con un discurso estudiado, lleno de excusas, de autocompasión o de fórmulas aprendidas, para ver si consigo tu perdón, pero sin haberme dejado desgarrar todavía por el dolor de haberte despreciado. Digo que ya no merezco ser tu hijo, como si alguna vez lo hubiera merecido, como si no fuera un don purísimo y gratuito el hecho de que me llames hijo. Digo que me trates como jornalero, porque aún no he entendido que el único lugar al que me llamas es el de hijo, sin condiciones, sin salario, sin tratos, sin cuentas. No he entendido que lo mío no es trabajar para ti, sino estar a tu lado. No he entendido que me esperas, no con una libreta en la mano y reproches en los labios, sino con los brazos abiertos.


    Padre de misericordia, sáname de esta falsa humildad que esconde orgullo, de esta falsa conversión que solo se duele del vacío y la pobreza, no del pecado. Haz que vuelva a ti con el corazón desnudo y el alma rota. Haz que me duela más haberme alejado de ti que todo el hambre del mundo. Enséñame que no tengo nada que merecer, que no hay nada que reclamar, porque todo lo he recibido ya. Hazme entender que Tú no quieres jornaleros, sino hijos. Y que no hay otro camino para volver que dejar que me encuentres, me abraces y beses con ternura. Arráncame por fin este corazón de siervo y pon en mí un corazón de hijo. Amén.

viernes, 21 de marzo de 2025

INGRATITUD PARA CON DIOS

“Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?" (Mt. 21, 37-40).


    El Evangelio de hoy nos enseña que Dios no se cansa de enviarnos mensajeros. Lo ha hecho desde el comienzo de la historia de la salvación, una y otra vez, con la esperanza de encontrar en los hombres una respuesta humilde y agradecida. Pero el corazón humano, endurecido por la soberbia, la codicia o la indiferencia, desprecia a los profetas y termina cerrándose a la Palabra. Sin embargo, lo fuera de toda lógica es que el Padre, después de ver cómo maltrataban a todos sus siervos, decide enviar a su propio Hijo, Jesús. Esta decisión revela la locura de su amor: no se trata de una estrategia razonable, sino del impulso inagotable de un corazón que ama hasta el extremo y no se resigna a perder a sus hijos.


    El drama más hondo del Evangelio está contenido en estas pocas líneas. Jesús sabe que será rechazado, sabe que lo matarán fuera de la viña, fuera de la Ciudad Santa, como a un maldito. Y sin embargo va. Es el heredero legítimo, el Hijo, pero no reclama su herencia por la fuerza; se entrega, se deja expulsar, se deja matar. No viene a tomar posesión de la viña con violencia, sino con mansedumbre. Y es precisamente ese amor indefenso, esa entrega sin reservas, lo que delata la gravedad del rechazo. Matar al Hijo es rechazar al Padre mismo. Es cerrar el corazón a la última posibilidad.


    Pero el Evangelio no termina ahí. Esta pregunta de Jesús es también una advertencia: ¿qué hará el dueño de la viña? No es venganza lo que se anuncia, sino justicia. Dios es paciente, pero no indiferente. La viña no quedará en manos de quienes la destruyen. El Hijo, que fue rechazado y muerto, resucitará y será la piedra angular. Y a quienes lo reciban, Él les dará su herencia, no para posesión egoísta, sino como don compartido en la comunión de los santos.

jueves, 20 de marzo de 2025

EL HOMBRE RICO Y LÁZARO


Lucas 16,19-31

(El evangelio de hoy es el de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro. Hace años hice una reflexión sobre ella que ahora os comparto).


    El rico no tiene nombre. En cambio, el pobre sí lo tiene: se llama Lázaro (que significa "Dios es mi auxilio"). En el relato de Jesús, este detalle es significativo. El nombre es identidad, es reconocimiento. Dios conoce a cada uno por su nombre, pero, en la historia de los hombres, los nombres que brillan suelen ser los de los poderosos, los que tienen riquezas. Sin embargo, en la mirada de Dios, lo que importa no es la apariencia, sino el corazón. Lázaro tiene nombre porque Dios lo conoce, lo ama, lo acoge. El rico es un anónimo porque su vida quedó vacía de amor, cerrada en sí misma, sin un rostro verdadero que mostrar ante Dios: pura mentira.


    Lázaro, dice el Evangelio, es llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico, en cambio, es sepultado en la tierra. Dos destinos opuestos: el pobre es elevado, el rico desciende. No se trata simplemente de un castigo y una recompensa, sino de la revelación de la verdad: el que vivió en el amor, aunque fuera despreciado en la tierra, es acogido en el cielo. El que vivió para sí mismo, aunque fuera admirado y envidiado, queda hundido en la oscuridad.


    Pero hay algo más. El rico, ahora en tormento, se preocupa por sus cinco hermanos. Quiere que Lázaro vaya a advertirles para que no acaben como él. Abraham le responde que tienen a Moisés y a los profetas. La revelación ya ha sido dada. No hay necesidad de señales extraordinarias. Pero el rico insiste: si un muerto resucita, entonces creerán. Y Abraham le dice una palabra definitiva: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”.

    Fíjense en que habla de cinco hermanos. Si fueran siete, número simbólico de plenitud, se haría referencia a la totalidad de los hermanos. Pero hay seis, porque el rico es el sexto. Falta uno. Y el séptimo, ¿quién es? Era Lázaro, el hermano que no supieron reconocer. Ni en la vida, cuando estaba a la puerta mendigando -padeciendo hambre, llagas y soledad- ni en la muerte, cuando se ha cumplido finalmente la justicia de Dios. La verdadera tragedia no es solo el tormento del infierno, sino la ceguera del corazón: no saber ver en el otro a un hermano. No reconocer que la salvación está en el amor.


    Señor Jesús, abre nuestros ojos para que sepamos ver en cada rostro el rostro de un hermano. Que no pasemos de largo ante el sufrimiento, que no nos encerremos en la comodidad de nuestra vida. Que no necesitemos señales extraordinarias para convertirnos, sino que escuchemos tu palabra y la pongamos en práctica. Amén.