jueves, 10 de abril de 2025

TÚ, SEÑOR, TODO. YO, NADA


    “Llegáis a la perfección por el conocimiento de vosotros mismos y por el conocimiento de mi bondad. El alma nunca conoce mejor que cuando estoy yo en ella, en el momento del combate. ¿Cómo? ¡Te lo diré! Si al verse en medio de sus luchas, el alma toma conciencia de que esos asaltos no le agradan y, al mismo tiempo, que no depende de ella librarse, aun cuando rechaza consentir, puede entonces conocer que ella no es nada. Si ella fuera algo por sí misma, se pondría al abrigo de esas tentaciones que no quiere tener. Así se humilla con el verdadero conocimiento de sí misma y, a la luz de la santísima fe, corre hacia mí, Dios eterno” (palabras del Señor a santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia).


    La perfección no es un premio para los que no caen, ni tampoco una meta para los fuertes, sino un don que se concede a quienes se reconocen pobres y corren hacia el Señor. Según estas palabras que Jesús dirige a santa Catalina, llegar a la perfección pasa por un doble conocimiento: el de nosotros mismos —con toda nuestra fragilidad, nuestra pobreza, nuestra nada— y el de Dios, que es todo bondad. Es en el combate interior donde este conocimiento se hace más claro. Cuando el alma se ve envuelta en luchas que no ha querido y que no puede evitar, aunque las rechace, descubre con dolor —pero también con luz— que por sí sola no puede, que no es nada. Y entonces, en vez de desesperarse, se humilla y se lanza con fe hacia Dios.


    En alguna ocasión de mi vida, y durante temporadas, he rezado repitiendo precisamente esta expresión que me parecía que el Señor ponía en mis labios y en mi corazón: “Tú, Señor, todo. Yo, nada. Tú, todo. Yo, nada”. Y, con algo tan sencillo, repitiéndolo muchas veces, encontraba paz y gozo interior. No porque desaparecieran las pruebas, sino porque entonces el alma se apoya ya no en sí misma, sino en Dios. Ese abandono humilde y confiado, lejos de hundirnos, nos eleva. Es la rendición del corazón que deja de pelear solo y se entrega a la misericordia. Así, incluso los momentos más oscuros se convierten en luz, porque Jesús está en nosotros, precisamente en el combate.

    Como oraba Israel por boca del profeta Oseas (14,4): “No volveremos a montar a caballo y no diremos más ‘Dios nuestro’ a la obra de nuestras manos”. Así también nosotros dejamos de confiar en nuestras propias armas, renunciamos a pelear por nosotros mismos. Queremos que sea el Señor, fuerte y fiel, quien libre por nosotros las batallas. No se trata de rendirse, sino de reconocerse débil y, desde ahí, entregarse a Aquel que puede salvarnos. Él es nuestra victoria. Y nosotros, sus pobres.


    Oh Jesús, ‘Tú todo, yo nada’. En esa gran verdad descansa mi alma. Amén.

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