En medio del mundo, que hoy se ha vuelto un mar oscuro y tempestuoso, buscamos sin cesar una luz que guíe nuestros pasos, una presencia que no nos abandone, una certeza que no nos defraude. El alma, como una frágil embarcación, debe cruzar las largas noches de la propia vida con temor, acosada por las olas del pecado, del sufrimiento, de la soledad, de la confusión. Pero Dios no nos ha dejado solos, sino que ha encendido faros en la costa de nuestra travesía. Uno de esos faros, el más hermoso, el más tierno, el más maternal, es Miryam, la Virgen María, Faro de Luz para todos sus hijos.
María no es solo la Estrella del Mar que señala el rumbo: es el Faro elevado que brilla desde lo alto del Cielo, desde aquel lugar junto al Trono de la Trinidad en el que, glorificada, no cesa de interceder con su Hijo en favor de todos sus hijos. Desde allí ve nuestras luchas, conoce nuestras caídas, se inclina sobre nuestro dolor, y con una luz dulcísima, constante y silenciosa, nos sostiene en la noche. En Ella, tras la Anunciación, se encendió la Palabra eterna, y desde entonces, su Corazón Inmaculado resplandece como una lámpara para los tiempos oscuros. Su luz no hace ruido, sino que transforma las sombras. Su luz no deslumbra, sino que da paz. Su luz no fuerza, pero atrae, consuela, orienta.
La Virgen María se nos muestra como Faro de Luz desde las hermosas tierras de Extremadura, donde aparece para abrazar, consolar y preparar a sus hijos para el definitivo combate espiritual que deben librar. Su Corazón Inmaculado, visible sobre su pecho, es faro dentro del faro: un centro ardiente de amor donde todo hijo puede cobijarse, como si el mismo cielo se abriera en la tierra para acoger al pecador, al cansado, al perdido. Sus manos extendidas no juzgan ni rechazan, sino que acogen, alientan, acarician. Y en sus delicadezas maternales —a veces visibles, otras ocultas— se manifiesta una ternura que no es de este mundo, una ternura que solo puede venir de Aquella que fue colmada por el Espíritu Santo y permanece estrechamente unida al designio salvador del Padre.
También nosotros, como María, estamos llamados a contemplar la Pasión, la Cruz, la Resurrección de Cristo, no con la tristeza amarga del que ha perdido, sino con la esperanza encendida del que ha sido salvado. Si la cruz es amarga, María la endulza. Si el camino es duro, María lo suaviza. Si todo se oscurece, su luz nos basta. Esta experiencia personal, íntima, de haberla sentido cerca —como un verdadero Faro de Luz— es un regalo extraordinario. Que Ella nos prepare verdaderamente para vivir los días santos que se acercan con un corazón nuevo, purificado, encendido.
Santísima Virgen María, Faro de Luz, Madre que brillas desde lo alto y no dejas de alumbrar nuestras noches: acoge a este hijo tuyo bajo la claridad de tu Corazón. No permitas que me extravíe entre las sombras ni que me hunda en la tormenta. Hazme valiente con tu ternura, fuerte con tu paz, fiel con tu amor. Ilumina mi fe, alienta mi esperanza, y hazme vivir la próxima Pascua de tu Hijo con los ojos fijos en la Luz que nunca se apaga. Amén.
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