“Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.
¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en Él que conmigo.
Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí”
(del himno Stabat Mater, s. XIII, atribuido a Jacopone da Todi).
Hoy, Viernes de Dolores, meditamos cómo la Madre Dolorosa contempla a su Hijo clavado en la Cruz, y no hay palabra humana que alcance a describir el abismo de su sufrimiento. No es sólo el dolor de una madre que ve morir al Hijo amado, sino también el dolor purísimo de quien comparte en su alma la Pasión del Redentor. Ella no grita, no se mesa los cabellos, no se rebela. Permanece “de pie junto a la Cruz”, fuerte en su amor aunque rota en su ternura.
Pero no pensemos que la mansedumbre y el dulce llanto de María son pura pasividad: son fuego oculto que arde en silencio. En Ella se funden la compasión y la fe, el espanto del Calvario y la firme confianza en el plan redentor de Dios. Al ver morir a Jesús desamparado, María no duda del Padre, sino que acoge en su corazón el misterio que traspasa la razón.
Por todo esto, la súplica del himno brota de un alma que no quiere mirar a Cristo desde lejos. Quiere entrar en su Pasión, vivirla desde dentro, llorar con la Madre, llevar las llagas del Hijo como una marca de amor, dejar que arda el corazón hasta que Cristo viva en él más que uno mismo. No se trata de una compasión sentimental, sino de una unión transformante: “divide conmigo ahora las que padeció por mí”. Esta petición es una locura de amor, la locura de los santos: no evitar el sufrimiento, sino pedir compartirlo, para amar más, para vivir crucificados con Cristo, para no huir cuando el dolor llega. Así nos configura María con su Hijo, nos enseña que también nuestras cruces pueden ser fecundas si las unimos a la suya.
Madre Dolorosa, dulce fuente de amor, imprime en mi alma las llagas de tu Hijo. Enséñame a mirar la cruz, no con miedo, sino con amor. Hazme vivir en Cristo más que en mí mismo. Y cuando me llegue el dolor, ayúdame a estar de pie contigo, siempre contigo, junto a la Cruz. Amén.
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