lunes, 14 de abril de 2025

UNA CORONA Y UN ANILLO


    Has recibido un campo que no es tuyo, porque no lo heredaste ni lo adquiriste por méritos propios. Te fue concedido por gracia para habitarlo y para trabajarlo. Puedes buscar en el lecho del riachuelo que lo atraviesa el oro que, dicen, se oculta en sus arenas. El propietario ha abierto sus brazos para acogerte, sin exigencias ni amenazas. Te ha dado herramientas, alimento, refugio y hasta tiempo. Solo te ha pedido que no te vayas, que no abandones la tarea, que no dejes de buscar.


    Y tú bajas al riachuelo cada día, ese riachuelo turbio que es el mundo. Te hundes en su barro, porque no hay otro modo de cribar su fondo. Te manchas, te cansas, te desanimas. Hay días enteros en los que nada brilla en tus manos. Días en los que solo recoges lodo y decepción. Días en los que te miras y solo ves suciedad. Pero aun así permaneces. Cribas sin descanso, cerniendo grava, tamizando barro. Y a veces, con la sorpresa de un niño, encuentras algo de arenilla dorada o quizás una pepita; es decir, una buena acción, un momento de fe, una alegría inesperada, una oración que arde con verdad. Esos hallazgos son el fruto de tu combate, pero al mismo tiempo son un regalo: tú los hallas, pero Él los había escondido allí para ti.


    Y un día, al ver tu pequeño tesoro, al notar el calor que ese oro va encendiendo en tu corazón, sabes lo que quieres hacer. No deseas guardarlo para ti, ni venderlo, ni fundar tu propio reino. Quieres fundir ese oro para Él. Forjar una corona, porque lo reconoces como Rey. Y un anillo, porque lo amas como Esposo. Descubres entonces que el tesoro no era el oro, sino Él. Y que todo lo que recogiste fue, en el fondo, un modo de encontrarlo y amarlo.


    La pasión de Jesús es el alto precio de ese campo. Fue comprado con sangre, no con dinero. Él es el Dueño herido que se entrega, el Rey coronado de espinas, el Esposo que firma la alianza nupcial con su propia vida. Cada gota de su Sangre es más valiosa que todo el oro del mundo. Y sin embargo Él te espera allí en el lodazal de tu vida, para mirarte con ternura mientras tú buscas lo eterno entre el barro. Te espera para que un día llegues con tus manos sucias, con tu oro escaso, y se lo ofrezcas como ofrenda de amor. Y Él lo aceptará como si fuera un tesoro inestimable, porque te quiere a ti más que a ninguna joya.


    Jesús mío, Rey y Esposo de mi alma, no merezco vivir en tu campo ni buscar en tu río. Pero Tú me has querido ahí, y me has amado con paciencia. Recibe el fruto de mi pobre lucha, de mi esfuerzo manchado y frágil. No es mucho, pero es todo lo que tengo. Fúndelo Tú con el fuego de tu Pasión, y haz con él una corona que te honre, y un anillo que me una a ti para siempre. Así sea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario