“Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: ‘¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación’. Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: ‘Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’” (Jn. 11,47-50).
Lo más estremecedor de esta escena es la serenidad con la que se decide la muerte de Jesús. No hay pasión desbordada, ni siquiera, en apariencia, odio, sino una frialdad lúcida y estratégica. Los miembros del Sanedrín comprenden que Jesús dice la verdad, que sus signos son auténticos, y precisamente por eso lo consideran peligroso. Su presencia, su poder, su palabra, todo eso desestabiliza el sistema del que ellos son celosos guardianes. La decisión no se toma, por tanto, por ignorancia, sino por cálculo. Y el cálculo es este: más vale que Él muera, antes que el sistema entero se tambalee.
No buscan la paz, porque la paz exige conversión, justicia, amor. Ellos buscan conservar sus posiciones de poder, mantener sus privilegios, proteger sus intereses. Y para lograrlo, están dispuestos a matar. Pero no se atreven a hacerlo abiertamente por codicia o por odio, sino revestidos de razones religiosas y políticas: “para que no destruyan el templo”, “para que no perezca la nación”. Esta es la gran trampa del mal: presentarse como un bien mayor, justificar el crimen con argumentos de conveniencia colectiva.
Y sin embargo, en medio de este cálculo inicuo, Dios actúa. La frase de Caifás, que brota de una lógica utilitarista, se convierte en profecía: “conviene que uno muera por el pueblo”. Sí, conviene. Pero no como lo entiende Caifás, sino como lo dispone el Padre. Porque Jesús no muere para conservar la religión oficial, ni para sostener las estructuras caducas de poder. Muere para salvarnos. Muere por amor, y no por conveniencia. Muere por todos, incluso por quienes lo condenan.
Señor Jesús, Tú que fuiste condenado por los sabios y los poderosos, Tú que fuiste entregado por quienes temían perder su paz aparente, ayúdame a no preferir nunca la tranquilidad a la verdad, ni el prestigio al amor, ni la comodidad a la justicia. Enséñame a abrazar la Cruz, no como un mal necesario, sino como el lugar donde Tú mismo transformas el mal en salvación. Que no me escandalice tu modo de actuar, ni me aparte de ti cuando me llames a perder para ganar, a morir para vivir. Amén.
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