“El Señor Dios me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is. 50,5-7).
En este miércoles santo, la Palabra de Dios nos invita a contemplar a Jesús como el Siervo de Yavé, una figura profética de Cristo que aparece en el libro del profeta Isaías. Es un Hombre misterioso y silencioso, que no se rebela, no se escabulle, no se endurece por dentro para defenderse del dolor; lo que endurece es el rostro, como pedernal, pero no para golpear, sino para resistir. Es el Siervo que se abandona, que escucha, que se deja hacer, todo ello aceptando libremente su Pasión. En ella sufre por nosotros, toma sobre sí nuestros pecados, carga con todo el dolor y el mal del mundo, y ama hasta el extremo.
En estos días santos, al acercarnos a los misterios de la Pasión, reconocemos conmovidos el eco exacto de esta profecía en el cuerpo llagado del Señor: espalda herida por los azotes, rostro desfigurado por los golpes y el desprecio, barba arrancada, salivazos, burlas, escarnio. Él no se resiste, no retrocede. Y es esa docilidad la que salva al mundo. Nos interpela, porque no basta con compadecernos: se nos llama a participar. El dolor de Cristo, unido al nuestro. La cruz de Cristo, abrazada también en nuestras cruces. La ofrenda de Cristo, prolongada en la nuestra.
Utilizamos el incienso en la liturgia como signo de nuestra adoración y ofrenda a Dios. Sabemos que no existe humo perfumado para este culto sin que el incienso sea arrojado a las brasas encendidas. Nosotros, en medio de las pruebas de la vida, hemos de ser como incienso que arde para perfumar. Nuestras lágrimas, nuestras fatigas, nuestras oscuridades, deben ser esos carbones encendidos que hacen subir a Dios el humo perfumado de la ofrenda de toda nuestra vida, en un acto de adoración verdadera, humilde y oculta. No hay verdadera oración que suba al cielo si no nace de un corazón unido al del Siervo sufriente.
Jesús amado, Siervo paciente, que no escondiste el rostro ante el ultraje ni evitaste el dolor, enséñame a unirme a ti en el silencio de la obediencia, en la ofrenda escondida del que se deja consumir por amor. Que mi vida arda como incienso en tu presencia, en el altar de tu cruz, y suba a Dios como perfume de entrega, en adoración, en alabanza y abandono. Amén.
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