martes, 22 de abril de 2025

3º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra esperanza


    Jesús le dice: ‘¡María!’ Ella se vuelve y le dice: ‘¡Rabbuní!’, que significa: ‘¡Maestro!’ Jesús le dice: ‘No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro’” (Jn. 20,16-17).


    La Pascua abre las puertas de la esperanza, porque todo cambia desde esa mañana. Cambia para María, que llora junto al sepulcro buscando a un muerto, y se lo encuentra vivo cuando Él la llama por su nombre. La esperanza se apoya en eso: Jesús me conoce, me llama por mi nombre, no me olvida, no me confunde con nadie, no soy una sombra anónima más entre la multitud. Y cuando pronuncia mi nombre, me doy la vuelta, como María, porque es imposible no responder cuando quien llama es el Amor.


    Pero también me envía: “Anda, ve a mis hermanos”. No solo me consuela, no solo me restituye la alegría: me da una misión. Hay algo que tengo que decir, un mensaje que comunicar, y mi vida, de pronto, tiene dirección, sentido, tarea. Jesús no quiere seguidores mudos ni discípulos inmóviles. La esperanza también se fortalece cuando uno descubre que hay algo bello y grande que se ha de cumplir.


    Y nos llama “mis hermanos”. No es un título superficial. Es la forma en que Jesús define la nueva relación que establece con nosotros después de la resurrección. Somos de su familia porque tenemos un mismo Padre. Somos cercanos, no extraños. Puede que a veces nos sintamos solos o perdidos, pero esta palabra, “hermano”, nos devuelve la certeza de que Él está con nosotros y nosotros estamos con Él.


    Por último, nos indica un horizonte: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Todo conduce a ese lugar, a ese Rostro, a ese abrazo. Subimos. Caminamos hacia lo alto. No hay otro destino más verdadero. Y no vamos solos: Él nos precede, Él nos toma de la mano, Él nos da fuerza para subir. La esperanza no es un deseo vago: es la certeza de que hay un camino, una meta y una compañía fiel que nunca nos deja.


    La Pascua es, pues, tiempo de esperanza. Tiempo para dejar que se seque la tristeza y que el alma se impregne de alegría. Tiempo para soñar con un mundo nuevo, con una Iglesia viva, con una vida más entregada. Soñar como María soñó, cuando volvió corriendo a anunciar que lo había visto. Y la esperanza comenzó a correr por el mundo.


    Jesús resucitado, Maestro mío, pronuncia mi nombre y haz que me vuelva hacia ti con todo mi corazón. No permitas que me detenga en lo que ya pasó. Envíame. Llámame mi hermano y llévame contigo hasta el Padre. Que nunca me falte la esperanza. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario