No hay mayor libertad que la de mirar de frente la verdad de lo que somos, sin adornos ni excusas. Pero esa verdad, cuando se vive a la luz de la Palabra de Dios, nunca es una condena. Es el comienzo de la salvación: la conversión. Conocer nuestra historia, nuestras heridas, nuestras caídas, es abrazar nuestra realidad con humildad. Y si fuéramos realmente humildes, no nos sorprendería en absoluto vernos torpes, débiles, limitados, frágiles… Lo que nos debería dejar sin palabras no es la miseria, sino las gracias inmerecidas, la gratuidad de los dones de Dios, sus llamadas que siguen llegando una y otra vez a nuestra vida. Porque ¡lo sorprendente no es el barro, sino la Misericordia!
A veces, lo que más nos hiere no es el pecado, sino darnos cuenta de que eso mismo lo hemos juzgado antes con dureza en los demás. Entonces la vergüenza se convierte en un pozo hondo y oscuro, en un círculo vicioso de amargura y autocondena, de exigencia y desesperanza. Pero no, no estamos hechos para hundirnos. El hábito de pecado no es simplemente debilidad: es la renuncia a perseverar en la lucha. Y estamos llamados a combatir. Si no podemos aún vencer en las grandes batallas, plantemos cara —con ayuda de la gracia— en las pequeñas. No se trata, pues, de ser impecables, sino de no rendirse.
Por otra parte, Dios no nos arrastra a empujones. Él habla al corazón. Su Voz no grita, pero transforma. Él no apaga la mecha que aún arde, ni quiebra la caña cascada. Y si no corremos a su encuentro, Él se acerca y nos encuentra a nosotros. A veces lo hace con pruebas, con noticias difíciles, con recuerdos dolorosos. Pero eso no son bofetadas, sino invitaciones. Él te recuerda que estás perdonado, y que ahora puedes postrarte ante Él —como Moisés— suplicando por los demás: “Si puedes perdonar su pecado, perdónalo; y si no, bórrame a mí del libro que has escrito” (Éx. 32,31-32).
La vida cristiana es un gran combate. Pero no estamos solos. ¡Contigo está el Más Fuerte! Por eso necesitas recordar siempre dos palabras que riman y se necesitan: valiente y paciente. Valiente, para no acobardarte ante el enemigo que solo puede amenazar, no vencerte. Paciente, porque quien no pierde la esperanza puede resistir cualquier noche. El Señor ha rogado por ti. Escucha bien eso. Repítelo: “Yo he rogado por ti”. No es imaginación tuya. Lo que nace del desánimo, del miedo o del rechazo, sí es tuyo. Pero esa voz que te llama, que te levanta, que te hace confiar… ¡esa es de Dios!
Él te está enseñando a vivir en la verdad, a luchar con su fuerza, a mirar con humildad tu miseria y a reconocer con estupor su infinita ternura. No lo olvides: valiente y paciente. El combate es tuyo, pero la victoria es suya.
Jesús, que no apagas la mecha vacilante ni voceas por las calles: dame un corazón humilde para mirar mi verdad sin temor, y una fe sencilla para confiar siempre en la tuya. Enséñame a ser valiente y paciente, a resistir en las noches oscuras, a luchar sin rendirme, a suplicar sin juzgar. Y si caigo, recuérdame que Tú has rogado por mí. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario