“El ángel, entrando en su presencia, dijo: ‘Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo’. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: ‘No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin’. Y María dijo al ángel: ‘¿Cómo será eso, pues no conozco varón?’. El ángel le contestó: ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios’” (Lc. 1,28-35).
En la hora de la Anunciación, la Virgen María aparece envuelta en un silencio lleno de escucha. Entra el ángel, y su saludo abre nuevas perspectivas en la vida de aquella doncella nazarena. Dios se dirige a Ella llamándola por su verdadero nombre: “llena de gracia”. María no se engrandece con esta revelación, sino que se turba. Quien es humilde no se entristece por lo poco que tiene, sino que se maravilla de lo mucho que Dios le da sin merecerlo. Así es María: toda de Dios, y por eso no se mira a sí misma. “¿Qué saludo es este?” -se pregunta-, como si no comprendiera cómo Dios puede hablarle así a una criatura como Ella.
Pero la fe no consiste en comprender, sino en acoger. Y tampoco la humildad impide hablar, sino que hace que la palabra sea limpia, sincera y confiada. Así, María no pone condiciones, aunque pregunta con la confianza de quien sabe que no se trata de una obra suya, sino de una acción de Dios en Ella. El Espíritu Santo vendrá, el Altísimo la cubrirá con su sombra, y la Virgen -desde su pobreza- se convertirá en Madre del Hijo de Dios. María no entiende, pero cree. No ve el camino, pero da el paso. No posee nada, pero se entrega del todo. En Ella, la fe y la humildad se abrazan. Y ese abrazo da lugar a la Encarnación.
Jesús, Hijo del Altísimo, nacido de María, concédeme una fe como la de tu Madre: no ruidosa, sino silenciosa; no prepotente, sino pobre; no curiosa, sino abierta a tu Palabra. Enséñame también a turbarme cuando me hables, a no confiar en mí, sino en ti; y a decirte mi “hágase” con toda el alma, aunque no entienda nada. Amén.
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