“No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos” (Mt. 5,17-19).
Jesús no ha venido a traernos una libertad entendida como ausencia de normas, sino la libertad verdadera que se realiza en el amor. Él no destruye la Ley, la eleva. No niega los mandamientos, los lleva a su cumplimiento más profundo. La Ley no es una cárcel para el hombre, sino una brújula que lo orienta hacia la Vida. Los mandamientos no son cadenas, sino senderos seguros que Dios ha trazado con amor para que sus hijos no se pierdan. Y esta Ley -la del Antiguo Testamento y la del Evangelio- tiene un mismo origen: ha sido inspirada por Dios y nos revela su voluntad. Por eso debe ser respetada y acogida como don, no como carga. Cuando el corazón está sano y ama, la Ley no pesa ni oprime. Al contrario, se vuelve una alegría cumplirla, porque es la voluntad del Padre.
Jesús conoce el peligro del corazón humano cuando este se enferma de egoísmo, de autosuficiencia, de soberbia. Entonces se puede cumplir externamente la Ley, pero desvirtuarla desde dentro. O se puede rechazar como si fuera un obstáculo a la libertad, cuando en realidad es el cauce para caminar hacia la verdad y la vida. Por eso Jesús nos llama a una fidelidad que no es farisaica ni de fachada, sino una fidelidad interior, coherente, limpia. Su exigencia no es solo de conducta, sino de corazón.
No vale cumplir sin amar. No basta enseñar sin vivir. La Ley alcanza su plenitud cuando se convierte en camino de amor.
La Palabra de Jesús nos devuelve hoy la alegría de sabernos guiados. No estamos solos ni perdidos. El Padre nos ha dado su Ley como un don precioso. Jesús la ha vivido en plenitud y nos ha enseñado a caminar en ella con sinceridad y libertad interior. No tengamos miedo de la exigencia del Evangelio. No es una carga pesada, es una Luz que nos conduce a la Vida.
Jesús mío, Tú no has venido a quitarme nada, sino a darme el todo. Has venido a mostrarme el verdadero sentido de la Ley, que no es dominio ni opresión, sino una expresión de tu amor que me cuida, me protege y me conduce hacia ti. Haz que no tema tus mandamientos, sino que los acoja como una bendición. Y líbrame del engaño de un corazón dividido, que o aparenta obediencia y no ama, o proclama libertad y se aleja de la verdad. Amén.
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