“Naamán se puso furioso y se marchó diciendo: ‘Yo me había dicho: Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra. El Abaná y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio’. Dándose la vuelta, se marchó furioso. Sus servidores se le acercaron para decirle: ‘Padre mío, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? ¡Cuánto más si te ha dicho: Lávate y quedarás limpio!’. Bajó, pues, y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio” (2 Re. 5,11-14).
Naamán, leproso, poderoso, ofendido… representa al hombre herido que busca salvación, pero quiere salvarse a su modo. Y los criados —pequeños, discretos, sensatos— son la voz de la verdadera sabiduría: si te hubieran mandado algo difícil, lo habrías hecho; ¡cuánto más cuando solo te pide que confíes! Es la fe la que limpia, no el agua; es la obediencia confiada la que cura, no el gesto en sí mismo. Dios actúa donde encuentra fe, y su mano cubre a quien se abandona con sencillez.
Esta escena nos habla también de la pedagogía de Dios: nos invita a descubrir que la salvación no está sino en una Palabra que se acoge, en una señal humilde que se cumple, en una fe que se atreve a obedecer aunque no lo entienda todo. Y a esta fe ayudan los hermanos: los que están cerca, los que no brillan, pero aman; los que aconsejan con amor y sencillez. A menudo, la salvación llega a través de ellos.
Señor Jesús, Tú que no pides cosas difíciles, sino una fe humilde, enséñame a no despreciar los caminos sencillos por los que me quieres salvar. Hazme dócil a tu Palabra, atento a los consejos de los pequeños, y capaz de reconocer en lo ordinario la fuerza de tu mano. Límpiame de mis pecados como limpiaste a Naamán, y dame un corazón nuevo, como el de un niño. Amén.
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