lunes, 11 de agosto de 2025

UN ESPOSO MÁS NOBLE


    “Al llegar a mis oídos la honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto de gozo. Vos habéis elegido más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal, tomando un esposo de más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa. Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis, sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y toda su gracia más elegante…” (de la Primera Carta de Santa Clara de Asís a la beata Inés de Praga, escrita en 1234, vv. 2-9).


    Inés de Praga, hija del rey de Bohemia (lo que hoy es Chequia), gozaba de fama de santidad cuando aún era muy joven. Renunció a toda la riqueza y al privilegio de su cuna real para abrazar la pobreza por amor a Jesucristo. Con una madurez sorprendente para su edad, rehusó contraer matrimonio con los más ilustres príncipes porque su corazón pertenecía ya a un Esposo más noble y santo: el Señor Jesús. Su propósito era vivir en virginidad perpetua, guardando el tesoro de su cuerpo y de su alma para Él.


    La que le escribe es Clara de Asís, que entonces tenía 40 años, y que ya había recorrido un camino de total entrega a Cristo pobre, siguiendo las huellas de san Francisco. Clara ve en la decisión de Inés, de 23 años, un reflejo de su propia vocación, y por eso se alegra y salta de gozo al oír la fama de esta princesa que vive pobrísimamente. Entre ambas se crea una corriente de amistad espiritual, un vínculo invisible, pero tan fuerte como el amor que las unía en Cristo.


    En estas líneas, Clara describe a Jesucristo como un Esposo incomparable: más fuerte, más hermoso, más dulce y generoso que cualquier otro. No hay comparación posible con los bienes, honores o amores de este mundo. Amar a Cristo purifica; recibirlo santifica; entregarse a Él preserva y engrandece. Se trata de un elogio de la vida consagrada, pero también de una llamada a todo corazón cristiano a elegir a Jesús como única riqueza, aunque ello suponga renunciar a todo lo demás.


    Jesús, Esposo, Rey y Señor de mi alma, quiero que seas Tú mi única riqueza y mi bien más alto. Arranca de mi corazón todo apego desordenado y toda ambición de honores o seguridades humanas. Dame la gracia de mirarte como Inés y Clara te miraron: con amor total, sin reservas ni condiciones. 

    Haz que mi alma se mantenga limpia para ti, que mi corazón no se venda a lo que es pasajero, que mis manos abracen tu Cruz, y mi vida se entregue sin miedo a tu voluntad. 

    Purifícame con tu gracia, fortaléceme con tu Espíritu y llévame a vivir por la fe siempre a tu lado, hasta que un día pueda contemplarte para siempre en la gloria eterna. Amén.



domingo, 10 de agosto de 2025

EL PEQUEÑO REBAÑO


    “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (Lc. 12,32).


    Este versículo del Evangelio de hoy, junto con aquel otro de san Lucas que dice “Esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc. 2,12), son mis dos versículos favoritos de toda la Sagrada Escritura. En ellos está contenida la ternura, la simplicidad y la hondura del Evangelio entero.


    Comienza con una palabra que recorre toda la Biblia y que tantas veces hemos escuchado de labios de Jesús: “No temas”. Es la misma voz que resonó en la noche del lago, cuando los discípulos vieron a Jesús caminar sobre las aguas y se llenaron de espanto: “Ánimo, soy yo, no temáis”. Es la misma palabra que Jesús resucitado dirigió a las mujeres que volvían del sepulcro: “No temáis”. Y es la misma que susurra hoy a nuestra alma asustada. El miedo nos encoge, nos paraliza, nos hace olvidar quién es Él y quiénes somos nosotros para Él. Jesús no nos dice que no tengamos miedo porque no haya peligros, sino porque Él está con nosotros. Y donde Él está, el miedo no tiene la última palabra.


    Después, el Señor nos llama “pequeño rebaño”. Pequeño en número, porque quienes siguen a Cristo de veras nunca serán mayoría. Pero pequeño, sobre todo, porque está formado por pequeños: los que se han hecho como niños, los sencillos y limpios de corazón, los que dependen de su Pastor. Y precisamente por ser pequeños no deben temer, porque no confían en sus propias fuerzas, sino en las de Aquel que los guarda. Un rebaño pequeño es más frágil, pero también más fácil de conducir, más unido en torno al Pastor, más atento a su voz.


    Y aquí viene el centro de la promesa: “vuestro Padre”. No solo tenemos un Pastor, sino sobre todo un Padre. Y es vuestro, no de una humanidad abstracta, sino de vosotros, de los pequeños que Él ama. El Reino no es algo que tengamos que arrancarle a fuerza de méritos o conquistas; no es un salario ganado con esfuerzo. El Padre ha decidido libremente darlo, regalarlo. Así es su corazón: quiere que su Reino sea de los pequeños, de los que no tienen nada que ofrecer más que su pobreza.


    Y si al Padre le ha parecido bien daros el Reino, ¿quién podrá impedirlo? ¿Qué fuerza humana o demoníaca podría arrebatar de sus manos lo que Él ha decidido entregar? Aquí nace la alegría profunda y serena: nada ni nadie podrá frustrar el designio amoroso de Dios. Este es el fundamento de nuestra paz: somos un pequeño rebaño, sí, pero tenemos un Pastor que nos guarda y un Padre que con amor nos da su Reino.


    Jesús, Buen Pastor, fundamento de mi esperanza, que Tu voz ahuyente mis miedos, me mantenga siempre pequeño a tus ojos y me haga vivir cada día seguro de que el Reino es don del Padre que jamás nadie podrá arrebatarme. Amén.



sábado, 9 de agosto de 2025

LA FILÓSOFA Y EL NIÑO


    Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) fue una carmelita descalza, nacida en Breslavia en 1891, y muerta mártir en Auschwitz en 1942. Judía de nacimiento, se convirtió al catolicismo a los 30 años, después de una intensa búsqueda de la verdad, y se bautizó en 1922. Filósofa de gran talla intelectual, entró en el Carmelo en 1933. En el año 1999, san Juan Pablo II la declaró copatrona de Europa. Es autora de importantes escritos espirituales y filosóficos; entre ellos, destaca La ciencia de la Cruz, obra en la que profundiza en el misterio del sufrimiento a la luz de san Juan de la Cruz.

    Sin embargo, la oración que compartimos hoy no está dirigida a Jesús crucificado, sino a Jesús Niño. Encierra una dulzura y una delicadeza que a mí me tocan profundamente el corazón.


    Oh Príncipe de la paz, Tú que eres luz radiante y paz para todos los que te reciben, ayúdame a vivir en contacto diario contigo, escuchando con atención las palabras que has pronunciado y obedeciéndolas.

    Oh Divino Niño, pongo mis manos en las tuyas: te seguiré a donde Tú vayas.

    ¡Oh, deja que tu vida divina me inunde y fluya en lo más hondo de mí!


    La oración comienza con un título que proviene directamente de la Sagrada Escritura: Príncipe de la paz. Así llama el profeta Isaías al Mesías prometido: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado, y es su nombre: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz” (Is. 9,5). Desde siglos antes de Cristo, esta profecía anunciaba al Niño que traería la paz verdadera al mundo: no como ausencia de conflictos, sino como reconciliación plena con Dios.


    Reconocer a Cristo como luz radiante y paz para quienes lo reciben es abrir el alma a su claridad, que disipa nuestras tinieblas interiores. Pedir vivir en contacto diario con Él significa no conformarse con momentos aislados de devoción, sino cultivar una amistad fiel y constante. Escuchar sus palabras y obedecerlas es la forma concreta de permanecer en su paz; no basta conocer su mensaje, hay que dejar que guíe nuestra vida.


    La imagen central de esta oración es conmovedora: poner las manos en las manos del Niño Jesús. Es el gesto del discípulo que se hace tan pequeño que hasta se deja guiar sin reservas por un Dios pequeñito; del discípulo que no confía en sus propias fuerzas, sino en Aquel que conoce el camino. El añadido te seguiré a donde Tú vayas expresa la disponibilidad absoluta, aunque el destino sea incierto. Por último, la súplica de que su vida divina nos inunde y fluya en lo más hondo es pedir la transformación interior que solo la gracia puede obrar. No es una ayuda externa, sino la vida misma de Cristo, que nos llena, nos cambia y nos hace suyos.


    Señor, el texto de santa Teresa Benedicta de la Cruz condensa todo el camino de la vida cristiana: acoger tu Luz, permanecer siempre en contacto contigo, dejarme guiar por ti y participar plenamente de tu Vida. Concédeme vivirlo así cada día. Amén.

viernes, 8 de agosto de 2025

CUANDO PERDER ES GANAR


    “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mt. 16,24-26).


    En el Evangelio de hoy, Jesús nos enseña que negarse a sí mismo no significa despreciarse ni anularse. Una sana autoestima es buena y necesaria para vivir; reconocer las cualidades que Dios nos ha dado es justo y forma parte de la gratitud hacia Él. Lo que Jesús sí nos pide es renunciar al egoísmo que impide seguirle, no el borrar lo que Dios ha hecho en nosotros. Es que dejemos de vivir centrados en nosotros mismos para vivir centrados en Él, de modo que lo que somos y tenemos se convierta en ofrenda de amor.


    De igual forma, tomar la cruz no es regodearse en la dureza de la vida, sino aceptar con amor lo que la vida trae consigo: contrariedades, enfermedades, limitaciones. Todo eso, cuando Dios lo permite, se convierte en camino para crecer en humildad y para poner más la confianza en el Señor que en nosotros mismos. Es aceptar con fidelidad la misión y las pruebas que acompañan al amor y a la verdad, transformando lo que podría parecer carga pesada, en yugo llevadero (cf. Mt. 11,30).


    El contraste entre ganar y perder en este texto resalta la gran paradoja que es todo el Evangelio. Jesús nos recuerda que de nada sirve conquistar el mundo entero si, en ese proceso, se pierde la propia alma. El éxito mundano, sin Dios, es una ganancia vacía; la verdadera victoria es salvar el alma, aunque eso implique pérdidas aparentes a los ojos del mundo. Y quien salva el alma, no lo olvidemos, está salvando también el cuerpo, ya que la persona entera será rescatada y glorificada en el día de la resurrección. Con Él, toda renuncia por amor se convierte en ganancia eterna.


    ¡Oh, Señor Jesús! Enséñame a negarme a mí mismo sin perder la alegría de ser lo que Tú has querido que sea, a tomar mi cruz con humildad y confianza, y a buscar siempre salvar mi alma, aunque el mundo me llame perdedor. Amén.

jueves, 7 de agosto de 2025

DETRÁS DEL MAESTRO


    “Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ‘¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte’. Jesús se volvió y dijo a Pedro: ‘¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mt. 16, 21-23).


    Seguir a Jesús es la condición del discípulo. No ir delante de Él, ni tratar de enseñarle el camino, ni indicarle atajos. Simón Pedro se había comportado como un perfecto discípulo hasta aquí. Lo había dejado todo. Lo había seguido. Lo había confesado como Mesías y como Hijo de Dios. Pero ahora, cuando escucha de labios del Señor que el camino del Mesías pasa por el sufrimiento, por el rechazo y por la cruz, se rebela. Reprende al Maestro. Se lo lleva aparte. Le dice cómo tienen que ser las cosas. Y es entonces cuando deja de ser discípulo. Porque deja de seguir y empieza a querer que el Señor lo siga a él.


    En esa reacción de Pedro se refleja también nuestra resistencia a la voluntad de Dios cuando no se acomoda a nuestros deseos. Hemos creído, hemos amado, hemos sido testigos… pero no queremos aceptar que la palabra de Dios nos contradiga, nos hiera o nos descoloque. Nos cuesta ser dóciles cuando no entendemos. Y entonces ya no seguimos a Jesús, sino que pretendemos que nos siga a nosotros. También a nosotros, como a Pedro, el Señor ha de decirnos: “ponte detrás de mí”.


    “Ponte detrás de mí” no es un reproche impaciente o autoritario, sino una invitación a recuperar el sitio del discípulo. Pedro ha dejado de caminar detrás del Maestro, para corregirlo, para enseñarle cómo debe ser el Mesías. Pero Jesús le recuerda que pensar como los hombres es un obstáculo, una piedra de tropiezo. Y lo remite al lugar de donde nunca debió salir: el del seguimiento humilde, silencioso y obediente. Volver a ese sitio no es humillación, sino salvación. Solo el que se deja guiar por el Señor entra en el misterio de la Cruz y de la gloria.


    Señor Jesús, que nunca me adelante a ti, que no pretenda decirte cómo debes ser Mesías ni cómo debes llevar mi vida. Enséñame a seguirte, a ponerme detrás, a confiar en que tus pasos son los justos, incluso cuando me resulten desconcertantes. Dame humildad para aceptar tu Palabra, incluso cuando me hiere, y docilidad para caminar detrás de ti hasta la cruz y hasta la gloria. Así sea. 

miércoles, 6 de agosto de 2025

ESCUCHADLO


    “Dijo Pedro a Jesús: ‘Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: ‘Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo’. Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc. 9,33-36).


    Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor. El Evangelio nos lleva de nuevo al monte, a un espacio elevado donde Jesús se manifiesta a los suyos con la luz gloriosa de su divinidad. No hay grandes discursos como cuando proclamó las bienaventuranzas; no hay signos grandiosos: solo la luz, la presencia misteriosa de Moisés y Elías, y la voz del Padre que resuena desde la nube. Pedro, con su entusiasmo humano, quiere quedarse allí, detener el tiempo, prolongar la experiencia. Pero no entiende que la gloria que han contemplado es un anticipo, un resplandor fugaz destinado a fortalecerlos para el camino que sigue: el del descenso a la llanura; el de la cruz; el del seguimiento fiel.


    La nube los envuelve y tienen miedo. Así es muchas veces nuestra experiencia de Dios: deseamos luz, pero Él se manifiesta también en la tiniebla; queremos claridad, pero la fe se forja en el silencio y en la escucha. El mandato del Padre no es mirar, sino escuchar: “Escuchadlo”. No se trata de atesorar visiones, sino de acoger la Palabra. Después de la voz, Jesús queda solo. Ya no hay luz, ni Moisés, ni Elías, ni nube: solo Él. Y eso es suficiente. Quien ha visto su gloria, aunque sea un instante, ya no puede apartarse de su voz. Ya no debe desear alimentarse, sino de fe.


    Señor Jesús, Hijo amado del Padre, luz verdadera que brilla en lo alto del monte, en lo hondo de nuestra noche, en lo profundo de nuestro corazón:

    Enséñame a escucharte siempre. Que no me aferre a los consuelos, ni me asuste de la oscuridad. Que sepa encontrarte en lo oculto, reconocerte en tu Palabra, seguirte siempre, aunque sea a tientas. Que Tú me bastes. Amén.

martes, 5 de agosto de 2025

ÁNIMO, SOY YO


    “Después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: ‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’ Pedro le contestó: ‘Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua’. Él le dijo: ‘Ven’. Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: ‘Señor, sálvame’. Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ‘¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?’” (Mt. 14, 23- 31).


    Este pasaje del Evangelio nos sitúa ante un cuadro simbólico de gran profundidad: el monte y el mar. Dos espacios que no solo son geográficos, sino espirituales. El monte representa lo sagrado: es el ámbito del contacto con Dios, de la oración. El mar, en cambio, representa al mundo, con su agitación incesante, su inestabilidad, sus amenazas, su oscuridad. En el lenguaje bíblico, el mar es un lugar habitado por monstruos, preñado de peligros. Uno es lugar de encuentro con Dios; el otro, espacio del combate espiritual.


    Jesús sube al monte a orar, se retira para estar con el Padre, pero no se desentiende de los suyos. Aunque físicamente está lejos, no los pierde de vista: desde su oración vela por ellos. Mientras tanto, los discípulos están en el mar. Ellos no son del mundo, pero están en el mundo. Y deben avanzar, remar con esfuerzo para mantenerse a flote, aun cuando parezca que Jesús se ha alejado. Porque también eso forma parte de la dinámica de la fe: seguir haciendo camino, incluso en la noche, incluso cuando el viento es contrario y el corazón tiembla. El mar es su lugar propio porque el mundo es su misión. Deben vencerlo, recorrerlo hasta sus confines, no huir de él. En ese mundo deben dar testimonio y perseverar en la fe, en la esperanza y en el amor a su Señor.


    Jesús no tarda en acudir. A la cuarta vigilia, cuando la noche toca a su fin, se acerca caminando sobre las aguas. Ellas no pueden atraparlo, no tienen dominio sobre Él, porque es semejante en todo a nosotros, menos en el pecado” (Hb. 4,15). Los discípulos, como nosotros tantas veces, no disciernen bien. Toman por amenaza lo que en realidad es salvación. Lo confunden con un fantasma. Pero la voz de Jesús disipa toda confusión: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.


    La presencia del Señor se reconoce por sus efectos: da valor, alienta, consuela. No oprime ni paraliza. Pedro, que desea estar con Él, se lanza al agua sostenido por la palabra: “Ven”. No camina por sus fuerzas, sino por la obediencia a la Palabra. Mientras mira a Jesús, avanza. Cuando se fija en el viento, en las dificultades, en la fuerza absorbente del mundo, se hunde. Así es nuestra vida. La fe nos sostiene, el miedo nos hunde. Pero aún hundiéndose, Pedro grita: “Señor, sálvame”. Y eso basta.


    Jesús extiende la mano, se apresura a socorrerlo. Nunca deja ahogarse a quien clama a Él. Y, después de salvarlo, le enseña: “¿Por qué has dudado?”. No es reproche, sino lección. Porque toda nuestra vida se juega entre el monte y el mar, entre la presencia luminosa y la noche oscura, entre el consuelo de la oración y la fatiga del mundo. Y Él está en ambos lugares. En el monte donde ora por y con nosotros, y en el mar que cruzamos con su ayuda.



lunes, 4 de agosto de 2025

EL AMOR DEL CURA DE ARS


    Hoy, 4 de agosto, la Iglesia celebra la memoria de san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars. Fue un hombre sencillo, pobre, muy humilde, de poca formación pero de corazón grande y, sobre todo, entero para Dios. Pasó su vida entre el confesionario, el púlpito y el altar, con largas horas de oración, con mucha penitencia, y una caridad inagotable hacia los pecadores. Su vida fue una ofrenda silenciosa, sin protagonismos, pero de una fecundidad extraordinaria.


    Entre las oraciones que se conservan de él, destaca este acto de amor a Dios, denso y bellísimo, que nos permite asomarnos al centro mismo de su alma:


    “Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.

    Te amo, oh mi infinitamente adorable Dios, y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.

    Te amo, Dios mío, y deseo que en el cielo tenga la felicidad de amarte perfectamente.

    Te amo, Dios mío, y temo el infierno sólo porque no habrá el dulce consuelo de amarte.

    Oh Dios mío, si mi lengua no puede decir a cada momento que te amo, al menos quiero que mi corazón te lo repita tantas veces como respire.

    Dame la gracia de sufrir amándote, de amarte mientras sufro, y de morir un día amándote y sintiendo que te amo.

    Y cuanto más me acerco a mi fin, más te suplico que aumentes mi amor y lo perfecciones. Amén”.


    No hay en estas palabras esfuerzo retórico ni búsqueda de efecto. Es una oración directa, casi confidencial, nacida del trato íntimo con Dios. No pide consuelos, ni seguridades, ni recompensas, sino solo amor. Pero el amor aquí no es un sentimiento vago, sino una voluntad firme, que se mantiene incluso en el sufrimiento y en el silencio. Le basta con poder amar. Le basta con que su corazón repita ese amor tantas veces como respira.


    Este acto de amor tiene la grandeza de lo verdadero. En un mundo que busca resultados y éxitos, y si no, al menos, la apariencia de ellos, san Juan María Vianney nos recuerda que lo esencial es invisible y sencillo: amar a Dios sin medida y sin descanso.


    Señor Jesús, danos un corazón sincero, humilde y fuerte, como el del Cura de Ars, capaz de amarte en lo pequeño, en lo oculto, en lo difícil. Que también nosotros vivamos y muramos con ese único deseo: el de amarte. Amén.

domingo, 3 de agosto de 2025

UN RUEGO

    Han terminado las meditaciones sobre las obras de misericordia que nos han ocupado durante dos semanas. No sé qué opináis los lectores de este blog. Tal vez os haya parecido atrevido o disparatado que intentara un diálogo entre el evangelio del día (hoy, la epístola) y la obra de misericordia, siguiendo el orden habitual de estas. Es posible también que penséis que he manipulado los textos, aunque soy de la opinión de que la Palabra de Dios puede iluminar cualquier situación, cualquier problema, cualquier cuestión; que es verdaderamente “viva y eficaz” y que con ella se puede entablar un auténtico diálogo. No soy biblista, pero son ya veinte años tratando de unir la Palabra con la vida, y en este mismo Canal, entre mayo y junio, ya dediqué dieciséis entradas a dar una catequesis sobre la oración.


    Os rogaría ahora que me dierais vuestra opinión mediante algún comentario o incluso con un simple emoji en esta entrada. Eso me ayudará a discernir si más adelante podría seguir por el mismo camino con algún otro tema. Muchas gracias y mi bendición.


    Y una nota final: las imágenes de estas entradas -excepto las dos primeras- están protagonizadas por un niño. Ha sido un sutil intento de no dejar de introducir la enseñanza de Jesús: “si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”. Jesús es el Hijo, el Niño de Dios que nos enseña a amar con obras, más aún que con palabras.



ENTERRAR A LOS MUERTOS (VII)


    “Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría” (Col. 3, 3-5).


    Enterrar a los muertos es la última de las obras de misericordia corporales. Tal vez nos parezca la más simple, la más material, la más inevitable en relación a nuestros familiares fallecidos. Y sin embargo, hay en ella un profundo acto de fe. Enterrar a los muertos no es solo cubrir con tierra un cuerpo inerte, sino confiarlo, con respeto y esperanza, a la tierra de donde fue formado, a la espera del día en que, como dice el Apóstol en la lectura de hoy, “también vosotros apareceréis gloriosos juntamente con Él”. El cuerpo, que fue templo del Espíritu, no se desecha: se vela, se honra, se entrega al silencio. Y ese gesto humilde y piadoso se convierte en signo de resurrección.


    San Pablo nos recuerda que hay otra sepultura necesaria: la del hombre viejo. “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros”. Para vivir con Cristo, es preciso morir a lo que en nosotros no puede heredar el Reino. Nuestra vida está ya escondida en Dios, como una semilla en la tierra. Pero si no enterramos la codicia, la avaricia, la impureza, jamás brotará la flor de la gloria. También el alma necesita pasar por la sepultura del egoísmo para resucitar al amor.


    Enterrar a los muertos es un acto que une caridad y fe, memoria y esperanza. Decía Quevedo en su famoso soneto: “su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. El cuerpo, aunque sea reducido a polvo, conserva algo del amor que lo habitó. El alma, “a quien todo un Dios prisión ha sido”, no se pierde, no se olvida. Cuando cuidamos de los cuerpos muertos, cuando los velamos, cuando entre lágrimas los encomendamos a la misericordia divina, lo hacemos porque creemos que no todo termina con la muerte. Ese “polvo enamorado” espera la resurrección de la carne. 


    Señor Jesús, Tú que fuiste sepultado y resucitaste glorioso, enséñame a mirar la muerte con fe, a acompañar a quienes sufren una pérdida, y a enterrar a mis muertos con la esperanza puesta en ti. Que también yo sepa morir a lo que no da vida, para resucitar contigo a aquella otra Vida que no termina. Así sea.

sábado, 2 de agosto de 2025

VISITAR A LOS ENCARCELADOS (VI)


    “Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le era lícito vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta”(Mt. 14, 3-5).


    Visitar a los encarcelados es una obra corporal de misericordia que nos llama a ir físicamente a las prisiones, a estar con quienes han perdido su libertad. Supone atravesar sus muros y rejas para ofrecer ayudas materiales, colaborar en la resolución de trámites, proporcionar formación cultural o religiosa, y también rezar con ellos y por ellos. Pero esta visita no se reduce a un acto externo: exige una verdadera presencia compasiva, una actitud interior de cercanía y respeto. Se trata de estar atentos a las necesidades peculiares de quienes viven privados de libertad, y que muchas veces arrastran consigo una gran carga de frustración, soledad, abandono, desánimo, e incluso un profundo sentimiento de culpa. Acercarnos a ellos es acercarnos también al mismo Cristo, encarcelado en la persona de sus hermanos más pequeños.


    Juan el Bautista, según narra el Evangelio de hoy, fue encarcelado por haber dicho la verdad. Herodes lo encerró, y aunque deseaba quitarle la vida, temía a la multitud que lo veneraba como profeta. Hay muchos presos como Juan, no porque sean inocentes, sino porque también en ellos vive una verdad que no puede ser anulada: son hijos amados de Dios a pesar de sus delitos. Visitarlos es una forma de reconocer esa dignidad olvidada, a veces herida, pero no perdida. Es acoger su historia sin juzgarla, es dejar que el Evangelio llegue también a esa tierra de sombras donde la esperanza parece morir cada día. Es confesar la gratuidad del amor de Dios. 


    Y aunque no podamos entrar físicamente en una cárcel, podemos vivir esta obra “desde fuera”, sosteniéndolos con nuestra oración, aportando competencias o medios materiales, colaborando con la pastoral penitenciaria. Podemos unirnos a ellos en el Espíritu, llevarlos ante Dios y pedir luz para su oscuridad, consuelo para su soledad, redención para sus heridas. Porque en ellos es Cristo mismo quien espera ser visitado.


    Señor Jesús, que fuiste apresado y encerrado como un criminal, haznos valientes para cruzar umbrales y tender la mano. Danos un corazón sensible para reconocer tu rostro en los que están presos. Que sepamos ayudarles con gestos concretos. Que no olvidemos nunca que Tú mismo nos dijiste: “estuve en la cárcel, y vinisteis a verme”. Amén.