viernes, 4 de julio de 2025

FUERZA EN LA DEBILIDAD


“Porque cuando estoy débil, entonces soy fuerte” (2ª Cor. 12,10).


    No me encuentro bien de salud. El cuerpo no responde como quisiera. Y desde hace algún tiempo, parece que cualquier salida de carácter apostólico que hago se ve dificultada por un nuevo problema. Hay molestias, cansancio. No en vano, en breve cumpliré los 70 años. Y, sin embargo, debo seguir adelante. Me encuentro dando unos Ejercicios espirituales lejos de casa. Hay personas que esperan de mí una palabra de luz, hay almas que debo acompañar, hay un Evangelio que debe ser predicado hasta los confines del mundo. Todo eso continúa, y yo me descubro frágil, limitado… pero sostenido.


    Y ahí está el misterio que proclama San Pablo y encabeza este escrito: cuando ya no puedo contar con mis fuerzas, aparece la gracia del Señor. No es un sentimiento eufórico. Es una presencia serena que me mantiene en pie. Es una luz que me guía incluso si tengo fiebre o decaimiento. Es un ánimo que no es mío pero que me habita. Él actúa en mi pobreza. Él me fortalece en mi debilidad.


    Por eso no me retiro, no me encierro. Continúo, aunque a veces mi voz suene desagradable por la ronquera, aunque se vea interrumpida por toses muy aparatosas, y el taponamiento de las vías nasales me dificulte la respiración. Sigo, porque sé que Él está. Y si Él está, todo es posible. “Porque para Dios nada hay imposible” (Mt. 19, 26). La fuerza no está en mí, sino en el que me ha enviado.


    Jesús mío, Tú sabes todo lo que pesa este cuerpo cansado. Tú sabes lo que me cuesta seguir cuando siento que me he quedado sin fuerzas. Pero si Tú me das tu gracia, yo sigo. Si Tú me sostienes, yo permanezco. Si Tú me hablas, yo predico. No me dejes solo, Señor. Sé Tú mi fuerza. Susúrrame al oído: “Yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1,8). Amén.

jueves, 3 de julio de 2025

TOMÁS, EL CREYENTE


    “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: ‘Hemos visto al Señor’. Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’” (Jn. 20, 24-25).


    Tomás no fue un incrédulo, el apóstol de la duda, sino el apóstol de la vigilancia, de la memoria fiel y del deseo de ver con sus propios ojos la verdad del Resucitado. No desoyó a Cristo: fue precisamente porque recordaba muy bien las advertencias del Maestro acerca de los falsos mesías que se negó a aceptar un anuncio prematuro. No fue capricho, ni terquedad, sino un acto de fidelidad a la Palabra. Jesús les había dicho: “Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad, el Mesías está aquí o está allí’, no lo creáis. Porque surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán grandes signos y prodigios hasta el punto de engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos… Si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis; ‘Está en los aposentos’, no lo creáis. Porque, como el relámpago sale por el oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre” (Mt. 24,23-27). Tomás velaba, no por desconfianza hacia los hermanos, sino por respeto profundo a la enseñanza de Jesús. Esperaba el relámpago del cielo, no una aparición anunciada por terceros, aunque fueran sus compañeros.


    Y sin embargo, su fe no era fría ni racionalista. Era una fe deseosa de tocar, de entrar en el misterio de las llagas del Salvador. Quiso meter su mano en el costado traspasado, no por curiosidad morbosa, sino por amor a la verdad. No podía dar testimonio si no había visto, si no había entrado en esa llaga, la misma que Juan había presenciado en el Gólgota. En eso Tomás nos enseña el camino de una fe auténtica: no la fe crédula que se deja arrastrar por voces, sino la fe que se apoya en el contacto con las llagas del Crucificado, en la experiencia viva del encuentro con Aquel que ha vencido a la muerte.


    Y cuando ese encuentro llega, Tomás no tarda. No exige pruebas, no pide tiempo. No necesita que Jesús coma delante de él, como ocurrió con los demás (Lc. 24,41-43). Le basta un instante. Se postra decidido ante la verdad y profiere la confesión más honda de todo el Evangelio: “¡Señor mío y Dios mío!”. Aquel que parecía tan reticente es el primero en proclamar a Jesús no sólo como el Mesías, sino como su Dios. En sus palabras resplandece la fe que nace del contacto con el Amor herido, del reconocimiento de un Dios que se deja tocar en su humanidad gloriosa.


    Jesús, Señor mío y Dios mío, no permitas que mi fe ni mi oración se apoyen en repeticiones vacías, ni se adormezcan con emociones prestadas. Dame la fe atenta de Tomás, capaz de recordar lo que tú has dicho, de esperar tu hora, de desear entrar en tus llagas. Y cuando vengas a mí, haz que no tarde en reconocerte, y que mis labios, como los suyos, pronuncien tu nombre con amor rendido. “Dentro de tus llagas, escóndeme, y no permitas que me aparte de ti. Amén.

miércoles, 2 de julio de 2025

EL MAR INTERIOR


    Ayer celebré misa en la iglesia gótica más antigua de la ciudad de Burgos, y una de las más bellas. Allí prediqué sobre el Evangelio de la tempestad calmada. Al término de la misa, en la sacristía, un amigo burgalés, Juan Ramón, me recitó de memoria unos versos que había leído hacía años en un libro cuyo autor no recordaba. Los recogí y los transcribí.

    Me parece que el Señor nos habla a través de la Sagrada Escritura, pero nos habla también a través de la vida, de los acontecimientos, de las mociones interiores. Por eso hoy quiero presentarles esos versos y la reflexión que a mí me inspiraron.


Del fondo del alma,

mar en donde moran,

las palabras son olas

que la lengua lanza.

Según la bonanza

que existe en el alma,

será nuestro viaje

por fiero oleaje

o por el mar en calma.


    Hay palabras que no vienen de la superficie, sino del fondo del alma. No nacen del ruido, ni de la necesidad de hablar, ni siquiera del deseo de impresionar o de convencer. Son palabras verdaderas, nacidas de dentro, como olas que emergen desde lo profundo y acarician la orilla de otra persona.


    El alma es comparada aquí con un mar. Y es una imagen preciosa, porque el mar tiene hondura, misterio, movimiento y fuerza. En el fondo del mar habitan silencios, recuerdos, deseos, heridas y amores. Todo eso, sin decirse del todo, se manifiesta cuando hablamos desde lo más hondo. Entonces nuestras palabras son más que sonidos: son olas que transmiten lo que hay dentro.


    La lengua —dice el poema— lanza esas olas. Pero la lengua no es dueña de lo que dice: simplemente transporta e impulsa lo que habita en el alma. Según la “bonanza” del alma, es decir, según su serenidad, su paz o su turbulencia, así serán nuestras palabras, y también nuestros caminos, nuestras relaciones con los demás, nuestras vidas.


    Quien tiene el alma en calma, habla con paz. Quien vive agitado por resentimientos, miedos, heridas o luchas interiores, inevitablemente hace daño cuando habla, aunque no lo quiera. Porque nuestra alma, lo queramos o no, siempre se expresa en su oleaje.


    Por eso, este poema es una llamada silenciosa a cuidar el corazón, a pacificar el alma, a entrar dentro de nosotros y dejar que el Señor calme también nuestro mar interior. No basta con cuidar lo que decimos: necesitamos que Cristo habite en lo profundo, y desde ahí transforme también lo que decimos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que vivimos.


    Señor Jesús,

    Tú que caminaste sobre las aguas y diste órdenes al viento, entra hoy en el fondo de mi alma como dueño y Señor. Hay un mar dentro de mí: a veces en calma, otras veces en tormenta. Y sé que mis palabras, al igual que olas, traen a la superficie lo que llevo dentro.

    Ven, Señor, y serena mis abismos. Habita Tú en mi interior para que lo que diga no sea eco de mi agitación, sino reflejo de tu paz.

  No quiero herir con mis palabras ni naufragar en mis pensamientos. Quiero hablar con verdad, con dulzura, con hondura, como quien deja pasar a través de sí la brisa de tu Espíritu.

    Haz, Señor, que mi alma sea un mar en calma, para que mi vida sea también un camino de paz. Amén.

martes, 1 de julio de 2025

HOMBRES DE POCA FE


    “Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma” (Mt. 8,24-26).


    Jesús duerme en medio de la tormenta. Y nos parece que casi toda nuestra vida transcurre en ese sueño, que no es indiferencia ni olvido, pero que percibimos así cuando Él calla en medio del dolor que sentimos: cuando Dios calla, cuando no actúa, cuando no responde. ¿Cuántas veces hemos gritado desde lo hondo de nuestra noche: “¡Señor, sálvame!”?

    Pero no lo hemos hecho con la paz de quien espera, sino con la angustia de quien ya no confía. El miedo nos invade, nos desestabiliza, nos nubla el alma. Y por eso la respuesta de Jesús no es solo un reproche, sino un diagnóstico: poca fe; débil esperanza; tibio amor. Jesús nos ama demasiado como para consolarnos con una mentira; nos sacude para devolvernos a la verdad.


    Finalmente Él se levanta, porque no duerme para siempre. A su tiempo —el suyo, no el nuestro— se pone en pie. Y cuando lo hace, basta una palabra para que cese el viento y el mar enmudezca. Basta un gesto para que llegue la calma. Porque es el Señor, el Hijo de Dios, el Amado del Padre; el que nos ha sido dado como Salvador. No importa cuán honda haya sido la noche ni cuán altas las olas: cuando Él habla, todo se serena.     Y a veces, incluso esa calma nos desconcierta, porque hemos vivido tanto tiempo en la tormenta que no sabemos habitar en la paz. Pero esa calma es don, es gracia, es semilla, es descanso para el alma. ¡Él sea bendito por siempre!

lunes, 30 de junio de 2025

DE PIE ANTE EL SEÑOR


    “El Señor dijo: ‘El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré’. Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: ‘¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?’. El Señor contestó: ‘Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos’. Abrahán respondió: ‘¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?’ Respondió el Señor: ‘No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco’. Abrahán insistió: ‘Quizá no se encuentren más que cuarenta’. Él dijo: ‘En atención a los cuarenta, no lo haré’. Abrahán siguió hablando: ‘Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?’ Él contestó: ‘No lo haré, si encuentro allí treinta’. Insistió Abrahán: ‘Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran allí veinte?’ Respondió el Señor: ‘En atención a los veinte, no la destruiré’. Abrahán continuó: ‘Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez?’ Contestó el Señor: ‘En atención a los diez, no la destruiré’” (Gn. 18,20-32).


    Hay momentos en los que uno no puede más que inclinarse con reverencia ante la belleza de la Palabra. Este diálogo entre Abrahán y el Señor es uno de esos momentos: no por el contenido solamente, sino por la delicadeza del trato, por la audacia confiada del patriarca, y por la paciencia misericordiosa de Dios. Abrahán no discute desde la distancia: “seguía en pie ante el Señor”. Aparentemente, Dios ha seguido camino a Sodoma, pero Abraham sabe que no le ha abandonado y, desde ahí, cara a cara, brota la intercesión. Interceder es ponerse entre Dios y el mundo herido por el pecado, y eso no puede hacerse desde lejos, ni tampoco sin amistad.


    “¿Cómo voy a ocultarle a Abrahán lo que pienso hacer?”, había dicho antes el Señor. Y en esas palabras se revela una de las verdades más hondas de la vida espiritual: Dios se comunica con los suyos, no como con siervos, sino como con amigos. A los que le buscan sinceramente, Dios les abre las puertas de su misterio, les revela que tiene un Corazón paternal y tierno, entrañas de misericordia. Y a veces también les deja interceder, como si quisiera ser “vencido” por la oración de sus hijos, deseando que estos se dirijan a Él con la confianza sin límites que es propia de los niños pequeños. ¿No es eso lo que hace Abrahán, como luego lo hará Moisés, como lo hará Jesús, que intercede por nosotros hasta en el Calvario? «Padre, perdónales…»


    La oración que brota de la amistad es poderosa. No se atrevería nadie a hablar así con Dios si no lo conociera íntimamente. Y, sin embargo, cuando uno sabe que es polvo y ceniza, puede hablar con una humildad tan confiada que mueve el corazón de Dios. Esta es la paradoja del orante: cuanto más pequeño se reconoce, a más se atreve. Porque no se apoya en sí mismo, sino en la bondad del Señor.


    Señor, enséñame a ser Tu amigo en cualquier circunstancia. No permitas que viva como un siervo temeroso, sino como alguien que te ama y a quien Tú confías tu Corazón. Amén.

domingo, 29 de junio de 2025

ROCA Y ESPADA


    “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt. 16,18-19).


    Pedro y Pablo. Dos nombres inseparables en el corazón de la Iglesia. Dos caminos distintos, dos personalidades casi opuestas, una sola fe, un mismo amor a Cristo. Pedro es roca, Pablo es espada; Pedro es fundamento visible, Pablo es ímpetu misionero. Pedro es elegido entre los Doce, Pablo es arrebatado por Cristo resucitado. Ambos son columnas: uno sostiene, el otro impulsa; uno guarda la unidad, el otro ensancha los límites.


    Pedro vacila, niega, llora… y es confirmado en su misión: “Apacienta mis ovejas”. Pablo persigue a los cristianos, cae, se deja transformar… y se convierte en heraldo incansable del Evangelio. En Pedro se nos muestra la misericordia paciente que reconstruye sobre la debilidad; en Pablo, la gracia ardiente que arranca máscaras y derriba seguridades para darlo todo por Cristo.


    La Iglesia, que nace de la herida abierta del costado de Jesús, se apoya desde el principio en estos dos testigos. Sus caminos se cruzan y a veces se tensan, como en Antioquía; pero sus corazones laten al unísono en el amor al Señor. En Roma derraman su sangre: uno crucificado, el otro decapitado. Unidos en la muerte, como lo estuvieron en el anuncio del Evangelio, son signo de que la Iglesia vive de la fidelidad y de la pasión, de la firmeza y de la audacia, del perdón y del fuego.


    Oh Jesús, que hiciste de Pedro una roca y de Pablo un apóstol de fuego, forma también nuestro corazón con tu Palabra. Ablanda lo duro, enciende lo apagado, y haznos testigos valientes y fieles como ellos. Así sea.

sábado, 28 de junio de 2025

ESTE CORAZÓN QUE TANTO HA AMADO A LOS HOMBRES (II)


     Hoy sábado celebramos la memoria del Inmaculado Corazón de María, y lo hacemos con especial gratitud por la ternura maternal con la que Ella nos lleva al Corazón de su Hijo. Ayer comenzamos la meditación de las doce promesas que el Sagrado Corazón de Jesús reveló a santa Margarita María de Alacoque, y hoy, continuando esa contemplación amorosa, presentamos las seis promesas restantes, acompañadas también de una breve reflexión espiritual que ayude a acogerlas interiormente.

7. “Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente, el Océano infinito de la misericordia.”

El Corazón de Jesús no solo tolera al pecador, sino que lo busca. Es un océano donde ninguna miseria puede desbordar el caudal de gracia. No hay pecado que supere su amor. En este Corazón, el pecador encuentra no solo perdón, sino también descanso, consuelo y dignidad restaurada.

8. “Las almas tibias se volverán fervorosas.”

La tibieza espiritual es una enfermedad silenciosa. Apaga el amor sin que uno se dé cuenta. Pero basta entrar en contacto con el fuego de este Corazón para reavivar la llama. Jesús no nos reprocha nuestra frialdad, nos calienta con su ardor. Su amor despierta, sacude y enciende.

9. “Las almas fervorosas se elevarán a gran perfección.”

El Corazón de Jesús no se conforma con nuestra entrega parcial. Quien se da, recibe aún más. El fervor sostenido se transforma en santidad. El Corazón de Cristo lleva a las almas por caminos de mayor unión, de humildad escondida, de caridad plena, hasta la cumbre de la perfección evangélica.

10. “Daré a los sacerdotes el talento de mover los corazones más empedernidos.”

El Corazón de Jesús quiere reflejarse en el corazón del sacerdote. No es elocuencia ni fuerza humana lo que convierte, sino la participación del sacerdote en el amor redentor de Cristo. Quien predica desde su Corazón, toca lo profundo, rompe resistencias, ablanda piedras.

11. “Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón, y jamás será borrado de Él.”

El nombre escrito en su Corazón es signo de predilección eterna. Difundir esta devoción no es solo hablar de ella, sino vivirla, contagiarla, encarnarla. Es un apostolado escondido pero fecundo, que nace de la gratitud y se convierte en signo de elección divina.

12. “Les prometo en el exceso de mi misericordia, que mi amor todopoderoso concederá a todos aquellos que comulgaren por nueve primeros viernes consecutivos, la gracia de la perseverancia final; no morirán sin mi gracia, ni sin la recepción de los santos sacramentos. Mi Corazón será su seguro refugio en aquel momento supremo.”

Es una promesa solemne, y a la vez un gesto inmenso de misericordia. Jesús no nos asegura una muerte fácil, sino una muerte santa. No exime del combate, pero ofrece refugio seguro. El que ha sido fiel al Corazón de Cristo, será sostenido por Él en la hora de la verdad. ¡Qué paz produce esta promesa para quien se ha confiado a su amor hasta el final!


Jesús, manso y humilde de Corazón, haz mi corazón semejante al Tuyo.


viernes, 27 de junio de 2025

ESTE CORAZÓN QUE TANTO HA AMADO A LOS HOMBRES (I)


    El Sagrado Corazón de Jesús, en sus apariciones a santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), le realizó doce promesas dirigidas a las personas que practicaran y vivieran la espiritualidad de su Corazón. Con motivo de la solemnidad de hoy, presentamos las seis primeras, seguidas cada una de ellas por un sencillo comentario o reflexión espiritual.

1. “Les daré todas las gracias necesarias a su estado”.

El Corazón de Jesús no promete una vida sin dificultades, pero sí asegura las gracias que cada uno necesita para vivir su vocación: en el matrimonio, en el sacerdocio, en la vida consagrada o en la soledad. Es una promesa de fidelidad divina.

2. “Pondré paz en sus familias”.

La paz no es ausencia de conflictos, sino la presencia de Cristo. Cuando Él reina en un hogar, su Corazón apacigua tensiones, une a los que estaban distantes y siembra perdón. La paz del Corazón de Jesús es suave y firme.

3. Les consolaré en sus penas”.

El consuelo de Jesús no es sólo palabra: es presencia. Él no quita siempre el dolor, pero lo abraza desde dentro, lo transforma, lo hace fecundo. Consolar es la forma más tierna del amor divino.

4. Seré su refugio seguro durante la vida, y, sobre todo, en la hora de la muerte”.

Quien se acoge al Corazón de Jesús nunca está solo. Ni en la enfermedad, ni en la angustia, ni en la hora última. Él es roca firme, baluarte de salvación, puerto en la tormenta.

5. “Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas”.

Cuando se actúa con rectitud y se confía en Dios, el Corazón de Jesús no deja sin respuesta. A veces bendice con frutos visibles, otras con purificaciones o crecimiento interior. Pero su bendición nunca falta.

6. “Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada”. 

No es ninguna superstición: es pura fe. Tener en casa la imagen del Corazón de Jesús es un acto de amor y de confianza, una invitación permanente a que Él reine en ese lugar, proteja, inspire y sane.


Jesús manso y humilde de Corazón, haz mi corazón semejante al Tuyo.

jueves, 26 de junio de 2025

MISERICORDIA Y PROVIDENCIA


    Ayer regresé de un viaje por Lituania y otros lugares del Báltico. Allí tuve ocasión de venerar la primera imagen de Jesús de la Divina Misericordia, tal como fue mandado pintar por santa Faustina Kowalska, que vivió en aquella ciudad.


    Pero lo que más me impresionó fue la visita a la conocida Colina de las Cruces. Un lugar sobrecogedor donde personas religiosas y patriotas lituanos depositaron cruces de todo tipo y tamaño durante muchos años. Fue un lugar barrido, aplastado y quemado por el régimen comunista. Y, sin embargo, la fe del pueblo no dejó de seguir llevando cruces, que hablaban de su fe y de su esperanza indomable. Hoy es un espacio pintoresco, pero sobre todo de silencio y oración, donde el número de cruces no cesa de crecer.


    Entre las docenas y docenas de millares de cruces, descubrí, mientras paseaba, una cruz con una inscripción en lituano e inglés que atrajo mi atención. Estaba firmada por un tal Kirk Kilgour, un jugador de voleibol norteamericano (1947–2002). Nunca había oído hablar de él. Después averigüé que desarrolló toda su carrera deportiva profesional en Italia. Con solo treinta años, un accidente durante el calentamiento de un partido lo dejó tetrapléjico para siempre.


    Fue un católico de profunda fe, recibido en alguna ocasión por san Juan Pablo II. Y escribió esta reflexión que me encontré allí, como ya he dicho, entre miles de cruces, por casualidad. Me conmovió profundamente. La he traducido y adaptado un poco en forma de oración para poder compartirla con vosotros. Es perfecta para decirla a la sombra de la cruz, considerando los singulares y amorosos caminos de la Divina Misericordia y Providencia en nuestras vidas. Dice así:


    Señor, te pedí fortaleza para cumplir planes maravillosos; y Tú me hiciste débil, para que aprendiera a ser humilde. 

    Te pedí salud para lograr grandes éxitos; y Tú me diste dolores, para que comprendiera el valor de la salud.

    Te pedí riquezas para poder alcanzarlo todo; y Tú me hiciste pobre, para que no fuera egoísta.

    Te pedí poder, para que todos me necesitaran; y Tú me diste humillación, para que fuera yo quien necesitara a los demás.

    Te pedí todo lo necesario para disfrutar de la vida; y Tú me diste la vida, para que aprendiera a disfrutarlo todo.

    Señor, no me diste exactamente lo que te pedí, pero reconozco que me diste lo que necesitaba… aunque yo no lo hubiera deseado.

miércoles, 25 de junio de 2025

LA LARGA NOCHE DE LA FE


    “Abrán añadió: «No me has dado hijos, y un criado de casa me heredará». Pero el Señor le dirigió esta palabra: «No te heredará ese, sino que uno salido de tus entrañas será tu heredero». Luego lo sacó afuera y le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia” (Gn. 15,3-6).


    La noche puede parecer larga. El tiempo se alarga sin ver cumplidas las promesas. Abrán ha dejado su tierra, ha puesto su vida en manos de Dios, ha creído… pero no ve todavía nada. No tiene un hijo que lo herede, no tiene descendencia que alegre sus muchos años. Solo tiene una promesa. Solo una palabra. Pero es suficiente, porque es palabra de Dios.


    Entonces el Señor lo saca afuera. Lo hace mirar al cielo. Lo invita a contar las estrellas. Y allí, bajo la inmensidad de un firmamento incontable, vuelve a resonar la promesa: “Así será tu descendencia”. Y Abrán creyó. Creyó sin pruebas, sin señales, sin seguridades. Le bastó la voz del que promete. Esa fe —desnuda y confiada— le fue contada como justicia.


    Nosotros también necesitamos ser sacados afuera, de nuestros esquemas, de nuestros cálculos, de nuestros límites. Necesitamos levantar los ojos, mirar el cielo, dejar que la promesa de Dios ensanche nuestro corazón. Él promete vida, fecundidad, bendición. Promete una tierra y una descendencia. Y aunque aún no veamos a Isaac, aunque parezca imposible, el Señor ya ha comenzado a cumplir su palabra.


    Dios fiel y santo, Tú que llevaste a Abraham bajo el cielo estrellado y le diste esperanza, sácame también a mí de mi desconfianza y de mi encierro. Enséñame a creer, a esperar, a celebrar desde ahora lo que Tú harás en mi vida. Que no olvide que la esperanza nace no de lo que tengo, sino de lo que Tú me prometes. Amén.