domingo, 29 de junio de 2025

ROCA Y ESPADA


    “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt. 16,18-19).


    Pedro y Pablo. Dos nombres inseparables en el corazón de la Iglesia. Dos caminos distintos, dos personalidades casi opuestas, una sola fe, un mismo amor a Cristo. Pedro es roca, Pablo es espada; Pedro es fundamento visible, Pablo es ímpetu misionero. Pedro es elegido entre los Doce, Pablo es arrebatado por Cristo resucitado. Ambos son columnas: uno sostiene, el otro impulsa; uno guarda la unidad, el otro ensancha los límites.


    Pedro vacila, niega, llora… y es confirmado en su misión: “Apacienta mis ovejas”. Pablo persigue a los cristianos, cae, se deja transformar… y se convierte en heraldo incansable del Evangelio. En Pedro se nos muestra la misericordia paciente que reconstruye sobre la debilidad; en Pablo, la gracia ardiente que arranca máscaras y derriba seguridades para darlo todo por Cristo.


    La Iglesia, que nace de la herida abierta del costado de Jesús, se apoya desde el principio en estos dos testigos. Sus caminos se cruzan y a veces se tensan, como en Antioquía; pero sus corazones laten al unísono en el amor al Señor. En Roma derraman su sangre: uno crucificado, el otro decapitado. Unidos en la muerte, como lo estuvieron en el anuncio del Evangelio, son signo de que la Iglesia vive de la fidelidad y de la pasión, de la firmeza y de la audacia, del perdón y del fuego.


    Oh Jesús, que hiciste de Pedro una roca y de Pablo un apóstol de fuego, forma también nuestro corazón con tu Palabra. Ablanda lo duro, enciende lo apagado, y haznos testigos valientes y fieles como ellos. Así sea.

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