Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. El icono de la Trinidad de Andrei Rublev, monje ortodoxo ruso del siglo XV, es una de las obras más bellas que ha producido el espíritu humano bajo la inspiración del Espíritu Santo. Es pintura, es teología, es oración silenciosa. Inspirado en el relato de los tres misteriosos visitantes que se presentan a Abraham en el encinar de Mambré (Gn. 18), Rublev no se detiene en el nivel literal, sino que eleva aquella escena hasta convertirla en una representación del Misterio trinitario, el misterio más alto de nuestra fe.
Las tres figuras angélicas están sentadas en torno a una mesa, en una disposición circular que habla de unidad y comunión. Todas poseen la misma forma, los mismos rostros serenos, los mismos halos de luz. Sin embargo, hay distinciones sutiles, porque Dios es Uno y Trino. En el icono, la figura central es Cristo, el Hijo, con túnica azul y manto rojo: colores que evocan su divinidad y su humanidad. Él ofrece con la mano derecha el cáliz del sacrificio, mientras su rostro inclinado revela obediencia y entrega. Detrás de Él hay un árbol: el árbol de Mambré, pero también el árbol de la Cruz.
A la izquierda del espectador se encuentra el Padre. Es la figura a la que se dirigen las miradas de los otros dos. Él es la fuente, el principio sin principio, el origen de la comunión. Su mirada está vuelta hacia el Hijo y su mano parece bendecir la ofrenda. Detrás de Él, la casa: símbolo del hogar eterno, de la morada del Padre evocada en la parábola del hijo pródigo, donde Él nos prepara el gran banquete de la misericordia.
A la derecha del espectador se sienta el Espíritu Santo. Sus vestiduras tienen tonos verdes, color de vida, de esperanza, de renovación. Detrás de Él hay una montaña: figura del silencio, de la oración, del desierto donde el Espíritu conduce al alma para hablarle al corazón. El Espíritu es quien nos guía hacia lo alto, quien nos introduce en la intimidad divina, quien hace posible que nos sentemos a la mesa del Dios vivo.
El centro de la imagen es la mesa, como altar. En ella, la copa del sacrificio. Todo confluye ahí. Pero hay algo más: frente a la mesa, delante del icono, hay un espacio vacío. Es el lugar reservado al que contempla. No se trata solo de mirar el misterio, sino de entrar en él. Ese espacio nos está reservado. Nosotros somos invitados a la mesa de Dios. El icono no es solo imagen: es llamada. Nos llama a la comunión. Nos llama a la santidad. Nos llama a ser morada del Dios trino y uno.
Contemplar este icono es saborear, en silencio y con temor reverente, que Dios no es soledad, sino Amor eterno. Un Amor que se vuelca hacia nosotros y nos acoge. Un Amor que nos ha creado para que participemos de su gloria.
Santísima Trinidad, misterio de comunión y de amor, abre mi alma al silencio donde Tú habitas. Llévame a la casa del Padre, sálvame por el sacrificio del Hijo, condúceme con el soplo del Espíritu Santo. Amén.
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