“Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. (Lc. 9,12-13)
Nuestro tiempo no es tan distinto de aquella multitud. Vivimos un en una sociedad que busca saciarse, pero no sabe de qué. El hambre que sufre el alma de los hombres y mujeres de hoy es intensa, aunque muchas veces disfrazada. Se multiplica el consumo, se busca la eficacia, se exaltan los logros humanos, se acumulan bienes y experiencias. Pero todo eso, aunque pueda satisfacer por un momento, deja un poso de vacío. El corazón no se llena con lo que se compra, ni con lo que se exhibe, ni con lo que pasa. El corazón necesita algo que permanezca. Algo, o mejor dicho, Alguien.
Por eso, la súplica de aquellos hombres y mujeres —“Señor, danos siempre de ese pan”— sigue siendo nuestra súplica. Y sigue siendo también una súplica confundida con otros deseos. Queremos ser felices, ser amados, encontrar paz… pero no siempre sabemos que lo que en realidad anhelamos es a Jesús. Y Él responde con la misma claridad de entonces: “Yo soy el pan de vida”. No dice “yo tengo algo que daros”, sino “yo soy”. El don es Él mismo. No viene a regalarnos cosas que sacien nuestros sentidos o afectos desordenados, viene a regalarnos su Persona, a ofrecernos comunión con Él.
Jesús, Pan vivo bajado del cielo, Tú no eres un consuelo pasajero, ni una alternativa espiritual entre muchas. Eres la Vida. No cualquier vida, sino la Vida eterna. Hoy, solemnidad del Corpus Christi, quiero renovar mi hambre de Ti. Tú eres el único Pan que da vida al mundo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario